Debut, beneficio y despedida de una narrativa tumultuaria
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Piel de papel. Los pepines en la educación sentimental del mexicano

 

Armando Bartra
Investigador, Ciudad de México, México

 

Resumen

Armando Bartra dirige en estas primeras 13 páginas un recorrido a vuelo de pájaro (una mirada precisa, concisa, sin ninguneos ni olvidos) de medio siglo de narrativa gráfica popular mexicana. Desde 1900 y hasta 1950, los primeros años de la historieta mexicana son historiografiados a través de sus más relevantes exponentes, así como sopesados frente al desarrollo de la historieta norteamericana de esos tiempos. Las décadas de los 40's y 50's merecen especial atención, dividiendo el autor su análisis panorámico en el corpus historietístico de humor y el cómic "serio".

Abstract

In the first thirteen pages of a longer essay, Armando Bartra directs a bird's eye view (a precise, concise, all-encompassing view) of half a century of Mexican popular graphic narrative. From the nineteen hundreds until 1950 the author presents an historiography of the first years of mexican comics, carefully exploring its most important exponents, as well as compared with the development of the North American comic book of that age. The decades of the 40's and 50's deserve special attention: Bartra divides his panoramical analysis between the humorous comic book corpus and the serious comic book one.

En mi mundo imaginario influyeron ante todo las figuras de El Correo de los Niños [...] Vivía con esta revistilla [...] Me pasaba las horas recorriendo las imágenes de cada serie de un número a otro, me contaba mentalmente las historias interpretando las escenas de diversas maneras, fabricaba variantes, fundía cada episodio en una historia más vasta, descubría, aislaba y relacionaba ciertas constantes en cada serie, contaminaba una serie con otra, imaginaba nuevas series en las que los personajes secundarios se convertían en protagonistas [...] Esta costumbre retrasó sin duda mi capacidad para concentrarme en la palabra escrita [...] pero la lectura de las figuras [...] fue para mi una escuela de fabulación, de estilización, de composición de la imagen [...].
(ITALO CALVINO: «Seis propuestas para el próximo milenio»)

 

Antesala

La historieta mexicana es un arte de muchedumbres uncido al curso de la imprenta y en particular de las técnicas para multicopiar imágenes. No incluye iconos como los códices, que la prefiguran por el lenguaje, pero no por el sistema de reproducción y tampoco por los destinatarios.
Nuestros monitos se originan en las publicaciones periódicas ilustradas, proliferantes en la segunda mitad del siglo XIX gracias a la litografía, y su historia abarca algo más de ciento cincuenta años. Dentro de este lapso se distinguen dos períodos separados por el establecimiento y difusión del cómic moderno de corte estadounidense.
Hito fundante convencional, la aparición en 1896 de «The Yellow Kid» de Richard Felton Outcault, más que constituir una mutación mayor en el lenguaje icónico señala el arranque de una revolución en la industria de la cultura. En realidad la historieta entendida como narración con múltiples viñetas, donde con frecuencia se integran texto e imagen, nació y se multiplicó mucho antes de la última década del siglo XIX. Pero cuando las grandes cadenas periodísticas estadounidenses la adoptan, innovaciones como color, diálogo en globos, onomatopeyas dibujadas, líneas de fuerza, personajes fijos y formatos estándares, devienen elementos definitorios de lo que hoy llamamos cómic.
Que la gestación de la historieta moderna resulte principalmente de su éxito como mercancía, no le resta trascendencia cultural, y el cómic del siglo XX se identifica con las convenciones que adoptaron y promovieron comercialmente los editores estadounidenses. Así, la historieta decimonónica europea, que a través de autores como el suizo Rudolphe Töpffer, el alemán Wilhelm Bush y el francés Cristophe, ya había creado un lenguaje icónico original, aparece como balbuciente precursora del verdadero cómic. Paradojas de un orden mercantil donde solvencia económica es solvencia cultural, y quien puede imponer comercialmente un modelo comunicativo puede igualmente acuñar la definición del género y atribuirse su fundación.
Por la indiscutible creatividad de sus autores, pero también por la perspicacia empresarial de sus editores, el cómic moderno se identifica con el modelo yanqui, ubicándose su fundación en la última década del siglo XIX. Y como la historieta mexicana está acotada por las influencias extranjeras, y en el presente siglo por las estadounidenses, su historia no escapa a esta convención: nuestro cómic moderno es un fenómeno cultural del siglo XX, proveniente de la influencia, penetración y ulterior nacionalización de las daylies y los sundays.
Sin embargo, ya en el XIX se practicaba profusamente en México la narración con viñetas secuenciadas; una historieta muda o montada en didascalias, que a la luz del paradigma que surgirá con el cambio de siglo aparece como una suerte de protocómic litográfico, quedando sus autores en condición de meros adelantados de la historieta venidera.
Podemos, entonces, dividir la historia de los monitos mexicanos en dos grandes períodos: uno que corresponde a la historieta decimonónica apegada a la tradición europea, y otro que comprende el desarrollo del cómic moderno de influencia estadounidense. El primero va de mediados del siglo XIX hasta la revolución de 1910, y el segundo abarca de 1919, año en que se publica nuestro primer suplemento dominical con historietas locales, hasta la actualidad.
El presente ensayo se ocupa de los cómics mexicanos de la primera mitad del siglo XX, pero haremos una breve mención a los que aparecieron en el anterior.

 

Precursores: 1850-1900

Las historias dibujadas se imprimen en México desde hace centuria y media, y durante el siglo XIX están en gran medida al servicio de la sátira política. Por esos años el recurso narrativo de las viñetas secuenciadas es parte del arsenal de los litógrafos de la prensa periódica y, al igual que las caricaturas, las historietas son rijosas.

Figura 1: Catecismo náhuatl del siglo XVI. Precursor sui generis del lenguaje gráfico-narrativo. Versión paleográfica de Miguel León Portilla.
La historieta y la caricatura política decimonónicas nacen y embarnecen dentro de un periodismo militante y programático; una prensa al servicio de ideas y proyectos de nación donde no cabe la neutralidad y ocupa muy breve espacio el puro divertimento. Desde La Orquesta, Constantino Escalante, Alejandro Casarín, Jesús T. Alamilla y Santiago Hernández se ensañan con Benito Juárez y su gabinete, en litografías de una sola viñeta y también en secuencias narrativas. Para El Coyote, Noé realiza una saga historietada protagonizada por Manuel María de Zamacona, ministro juarista de Relaciones Exteriores y famoso por haber reconocido la deuda inglesa. Más tarde, en El padre Cobos, Alamilla y Casarín, quien ahora firma Lira, publican historietas contra el presidente Díaz, como «Un día de despacho», y una biografía chusca de Manuel González. Rudolph Müller, quien también usa el sobrenombre de Cárdenas, dibuja en «La Linterna», y con Juan Gaitán, en El Quixote, semanario dedicado al escarnio de Porfirio Díaz, «El Caballero de la Noria». Uno de los más prolíficos litógrafos, y maestro en la narración historietada, es José María Villasana, quien debuta en La Orquesta, anima casi solo El Ahuizote, dibuja para La Época Ilustrada y edita México Gráfico, transitando del antilerdismo furibundo de su primera época a la sátira social y el humor blanco de sus años porfiristas. Discípulos aventajados de Santiago Hernández son Daniel Cabrera y Jesús Martínez Carrión, que desde El Hijo del Ahuizote, El Colmillo Público y El Ahuizote Jacobino, transforman al presidente Díaz de «La Matona» en «Don Perfidio» y «Don Perpetuo». Carrión es autor también de numerosas historietas donde se autocaricaturiza, como «Marranón Telepático». José Guadalupe Posada emplea el lenguaje del cómic en sus trabajos litográficos más convencionales, como «Vida Nueva», sátira de los lagartijos publicada en La Patria Ilustrada. Todos ellos, y otros más, practican una historieta belicosa, que combate a conservadores e imperialistas, ridiculiza a los mandamases Antonio López de Santa Anna, Maximiliano, Benito Juárez, Sebastián Lerdo de Tejada y a sus gabinetes, y más tarde se ensaña con Porfirio Díaz y ministros que lo acompañan. A veces la sátira no es expresamente política sino social, pero el costumbrismo crítico es igualmente de combate.
Los padres fundadores de la caricatura política y la historieta satírica se enconan con imperialistas y conservadores, pero también zarandean a los padres fundadores de la nación. Escalante, Casarín y Alamilla, por ejemplo, ponen a Juárez como lazo de cochino, no por ultramontanos, sino porque la caricatura es la sarna del poder. Y así, a filo de sátira, le confeccionan al Benemérito un monumento de papel menos maniqueo y más enaltecedor que los de mármol.
Aunque en esta época las historietas son breves, pues alternan con el cartón político, hay algunas series extensas con personajes ficticios pero estables, como «Aventuras de un tourista» protagonizada por Perfecto Malaestrella y realizada por Martínez Carrión para El Colmillo Público entre diciembre de 1903 y abril de 1904.

Figura 2: En El Ahuizote, Villasana se revela como un maestro en la conjunción narrativa de texto e imagen. En esta plancha, las didascalias seudo apologéticas son el hilo conductor y las viñetas su contrapunto satírico.
A fines del siglo XIX la voluntad de orden del porfiriato se impone sobre la anarquía decimonónica, y el consenso en torno al progreso sustituye los acres debates sobre la nación y enconadas luchas partidistas de las décadas anteriores. Y si el apotegma de gobierno es poca política y mucha administración, su correlato periodístico podría ser poco editorialismo y harta diversión.
Sucede a los diarios y revistas comprometidos y beligerantes una prensa reporteril y noticiosa, un periodismo ligero que suple el escándalo político con la nota roja. Así, al arrancar el siglo XX los tradicionales diarios militantes son apabullados por un impetuoso cotidiano que se pretende objetivo y neutral, aunque en realidad es porfirista y subsidiado. El Imparcial, de Rafael Reyes Spíndola, lleva en su nombre el programa: alejarse de los sectarismos ideológicos y apostar por un periodismo leve y antisolemne, que informe en vez de proponer. El Imparcial se vuelve pronto un cotidiano de tiraje masivo, tan popular como exitosamente comercial.
Esta nueva prensa cotidiana, de la que forman parte otros diarios como El Mundo, también de Spíndola, y Gil Blas, de Francisco Montes de Oca, y a la que se suman decenas de revistas como El Mundo Ilustrado, México Gráfico, Frivolidades, El Cómico, Argos, Cosmos, La Risa, Sucesos Ilustrados y México Galante, entre otros, requiere una nueva gráfica periodística y una nueva historieta a la que algunos llaman sicológica. Demanda renovadas ilustraciones capaces de competir con la fotografía, recientemente incorporada a la prensa gracias al fotograbado; un dibujo artístico, decorativo o de humor, pero despolitizado; un cómic de evasión y divertimento.
Así, el encono satírico y la caricatura rasposa de la gráfica decimonónica van dejando su lugar a las gracejadas,; blancas o sicalípticas, pero políticamente neutras.
En la primera década del siglo XX dibujantes como Carlos Alcalde, Eugenio Olvera, Rafael Lillo, Santiago R. de la Vega, Ernesto García Cabral y hasta Julio Ruelas, en El Cómico, y José Clemente Orozco, en El Mundo Ilustrado, practican la historieta light.
Con el estallido de la revolución y la caída del gobierno porfiriano, las clases dominantes y su prensa, que en tiempos de paz y orden se pretendían alejados de las pasiones partidistas y sectarias, se politizan aceleradamente. Su toma de posición es conservadora primero, reaccionaria después y al final de plano restauradora, pero siempre de derecha.
Los apóstoles de la prensa comercial liviana y escapista se tornan fervientes impulsores del periodismo político ultramontano, y los dibujantes de viñetas decorativas, chistes blancos e historietas intrascendentes, devienen feroces caricaturistas políticos al servicio de la contrarrevolución.
Frivolidades, La Risa y otras publicaciones ligeras mudan en pasquines antimaderistas, y surgen nuevos semanarios de derecha militante como Multicolor, Ojo Parado y La Porra, entre muchos otros. Aparece, incluso, un nuevo Ahuizote, pero ahora reaccionario y publicado por Reyes Spíndola, dueño de El Imparcial y gran tlatoani del periodismo en el viejo régimen.
Lillo, Cabral, de la Vega, Olvera, Alcalde, Clemente Islas Allende, Atenedoro Pérez y Soto y, una vez más, el joven Orozco, se incorporan a esta ofensiva conservadora, poniendo al servicio de la reacción su enorme talento y sus renovados recursos gráficos e historietiles, madurados en tres lustros de humor intrascendente.

Figura 3: Posada, aunque sólo dibujó unas cuantas historietas, es el creador de un inolvidable personaje de comic: el ingenuo «Don Chepito», protagonista de una larga serie de relatos satíricos, quien, en el ejemplo, recibe justo castigo «Por amar a una mujer casada».
A veces sus historietas son de varias entregas y con personajes fijos, como la que entre 1909 y 1910 protagoniza «Sisebuto», emblema del semanario Sucesos Ilustrados, que dibuja Pérez y Soto con los seudónimos Sisebuto y Medicina Verde. Pero por lo general los caricaturistas retratan personajes reales.
Francisco I. Madero y su hermano Gustavo, el siniestro Ojo Parado; el chacal Emiliano Zapata y su carnal Eufemio; el infidente Pascual Orozco; el centauro norteño Francisco Villa y otros prohombres de la revolución, se constituyen en socorridos protagonistas de una historieta que combina los recursos de la caricatura política decimonónica con el trazo art nouveau y el lenguaje del cómic moderno.
En la nueva gráfica narrativa termidoriana hay globos, líneas de fuerza y onomatopeyas dibujadas. En 1911 un personaje chaparrito y cabezón, infinitamente ridículo y atrabiliario, protagoniza muchas de las historias que Alcalde y Olvera dibujan para el suplemento dominical de El Imparcial. Así, Panchito el corto deviene nuestro «Yellow Kid» autóctono.

 

Adelantados: 1900-1920

Los pioneros y adelantados de la historieta mexicana difundieron la mayor parte de su obra en revistas políticas, humorísticas o familiares, y en una de estas publicaciones apareció la primera serie que emplea de modo consistente los recursos del cómic moderno.
La historieta se llama alternadamente «Las aventuras de Adonis» y« Las desventuras de Adonis», y a partir del 5 de julio de 1908 se publica semanalmente en la tercera de forros de El Mundo Ilustrado. La inclusión de una historieta mexicana de personajes fijos es iniciativa de Luis Lara Pardo, que acababa de sustituir a Luis G. Urbina en la dirección de la revista. El autor es Rafael Lillo, dibujante de origen español que había estudiado en la Academia de San Carlos, y quien desde 1904 colaboraba en el semanario realizando grecas, viñetas y eficaces ilustraciones que remiten al trabajo de Charles Dana Gibson. Desde 1907, Lillo empieza a combinar su gráfica naturalista con caricaturas y chistes de buena factura, con los que se entrena para realizar la primera historieta moderna, es decir, con globos, líneas de fuerza y onomatopeyas dibujadas.

Figura 4: La primera entrega de «Las aventuras de Adonis» serie precursora dibujada por Lillo se publica en El Mundo Ilustrado, en julio de 1908.
El tema de «Las aventuras de Adonis» son las malandanzas de un perro y su dueño, y el estilo, el humor y el bulldog malencarado, recuerdan a «Little Jimmy» de J. Swinerton y a «Buster Brown» de R. Outcault, con sus respectivos canes: Beans y Tige.
La serie de Lillo carece de color local, en cambio la historieta de M. Torres publicada en 1912 en Cosmos Magazine y titulada «Macaco y Chamuco, aventuras de dos insoportables gemelos», sin dejar de homenajear a las múltiples series de protagonismo infantil, de «Max und Moritz» de Bush hasta «Katzenjammer Kids» de Rudolph Dirks, presenta personajes que desde el nombre se reconocen mexicanos.
Pero el gran cronista historietil de los usos y costumbres de por acá, en el arranque del siglo, es el chilango Juan Bautista Urrutia, quien en 1899 comienza a trabajar como litógrafo en la imprenta de la fábrica de cigarrillos El Buen Tono, y durante casi cuarenta años se mantiene fiel a una labor no por publicitaria menos creativa. Primero, Urrutia realiza carteles cromolitográficos, diseños para cajetillas y anuncios, pero desde 1903 inicia una serie de historietas propagandísticas de los cigarrillos de su patrocinador, que mantendrá por más de treinta y cinco años con una periodicidad habitualmente semanal. En cientos de planchas rectangulares con seis o nueve viñetas cada una, el dibujante plasma la vida cotidiana de la capital durante las tres décadas más ajetreadas del siglo XX. Sin partidismos ni encono, recrea usos y costumbres locales en una galería que no desmerece junto a la de otro gran talachero de la imagen, José Guadalupe Posada. El lenguaje narrativo de Urrutia es decimonónico y sus historietas cabalgan apoyaturas, y carecen de globos, líneas de fuerza y onomatopeyas dibujadas, pero su valor no radica en estar a la moda, sino en la agudeza de sus tipos populares, la sensibilidad para captar el lado chusco de los acontecimientos cotidianos más tremendos y la capacidad para dislocar el orden lógico de las cosas con tal de pregonar las virtudes de los cigarros Chorritos.

Figura 5: En los rectángulos de Urrutia se hace publicidad por reducción al absurdo y el evidente exceso apologético suprime los efectos alienantes de la mercadotecnia.
En 1922, cuando ya se han aclimatado ampliamente entre nosotros las convenciones del cómic moderno y los periódicos comienzan a publicar dominicales a todo color con historietas mexicanas, Urrutia crea a un personaje rechoncho y fumador, y a partir de 1923 las «Aventuras maravillosas de Ranilla» aparecen no sólo en los periódicos, sino también en ediciones autónomas; cuadernillos que se adelantan más de una década a la generalización del comic book como vehículo predilecto de las historietas.

 

Fundadores: 1920-1935

Urrutia, Lillo y Torres son precursores, pero no es sino hasta la segunda década de este siglo que los diarios mexicanos comienzan a publicar sistemáticamente tiras cómicas y suplementos dominicales con sección de monitos. Al principio se trata de cómics extranjeros, pero al amainar la revolución algunos cotidianos van sustituyendo los servicios de las agencias internacionales por trabajos de autores locales. Nace así la historieta mexicana moderna, siguiendo un itinerario muy semejante al que recorriera el cómic estadounidense un cuarto de siglo antes.
Durante la década del veinte y el arranque del treinta, el nuevo lenguaje arraiga y se naturaliza. Aparecen entonces las primeras series duraderas y con personajes definidos y estables que cobran extraordinaria popularidad. En este lapso se foguea la generación inicial de moneros mexicanos: dibujantes que ya no coquetean con el nuevo lenguaje, sino que lo practican de manera asidua y profesional.
Desde 1918 el diario El Universal publica una tira llamada «Cuento diario para niños», y al año siguiente El Demócrata presenta la serie «Vida y milagros de Lorín, el perico detective», realizada por los menores Alfonso Velasco, que no persevera en el oficio, y Cesar Berra, quien se mantiene en la profesión y en la del cuarenta crea la imagen de «Chema y Juana», emblemas del Cancionero Picot. Pero es en El Heraldo donde despega realmente la nueva narrativa dibujada. En 1919 el caricaturista y periodista Santiago M. de la Vega publica en ese cotidiano la tira «Películas», titulada luego «Historieta para niños», y en el semanario El Heraldo Ilustrado, Andrés Audiffred debuta como historietista con la serie «Lipe el chino». Sin embargo, el gran acontecimiento monero es la aparición el 1 de enero de 1921 de «Don Catarino y su apreciable familia», serie dominical a todo color escrita por el periodista y autor de revistas teatrales Carlos Fernández Benedicto –quien firma sus guiones de historieta como Hipólito Zendejas– y dibujada por Salvador Pruneda, hijo y hermano de litógrafos y caricaturistas políticos. «Catarino Rápido» es el primero de la interminable galería de charros mexicanos de papel, y para diseñarlo Fernández Benedicto exhuma y cambia de apellido a «Don Catarino Culantro», personaje de artículos satíricos publicados en La Risa en la segunda década del siglo; acompañan al charrito su esposa Ligia y sus hijos Tanasia y Ulogio.

Figura 6: La pareja cómica, socorrido recurso humorístico de la carpa, el cine y la historieta, está constituida aquí por un andaluz y un yanqui inspirados en «Mutt y Jeff». Sin embargo lo más memorable de la tira son los comentarios y gags paralelos del perro Bernabé.
Tanto es el éxito de la historieta que para 1922, además de la versión dominical, aparece todos los días una serie de artículos ilustrados titulada «Las memorias de Don Catarino», de los mismos autores.
«Don Catarino» es un «Bringing up Father» de petate, pero sin menoscabo del homenaje a McManus. La dupla Zendejas-Pruneda crea también un estilo historietil muy de por acá, consistente en combinar personajes de fisonomía, habla e idiosincrasia autóctonos, con aventuras desorbitadas en los habituales paisajes exóticos del cómic internacional. Así, acorde con los tiempos de reafirmación nacionalista y apertura cultural al exterior, el paradigmático charro mexicano deviene cosmopolita.
«Mutt and Jeff», de Bud Fisher, tienen sus sosias locales en «Chon y Smith», serie de Zendejas y Álvaro Pruneda –hermano de Salvador–, publicada en 1921 también en El Heraldo, y que sucede a la efímera «Smith, Cantero y Bernabé».
En busca de una constelación prototípica, Benedicto, quien era español, ensaya primero con la terna de yanqui, perro y andaluz; pero descubre la combinación canónica cuando asocia la picardía campirana de Chon con la ingenuidad anglosajona de Smith.
Clausurado El Heraldo en 1923, «Don Catarino y su apreciable familia» pasa, en 1926, a El Demócrata, después a El Nacional y en la década del cincuenta se publica en fascículos.

Figura 7: En la tira de Jesús Acosta, el típico pelado de carpa se consagra como personaje de historieta.
Desde 1927 El Universal recoge la estafeta de El Heraldo. Ese año Jesús Acosta publica ahí la tira «Chupamirto», con gags protagonizados por un peladito caracterizado al modo como lo hacía la revista teatral. Se inicia así la simbiosis entre carpas e historietas en torno al personaje del desarrapado urbano: apenas publicada la tira de Acosta el cómico carpero José Muñoz se apropia del nombre, dos o tres años después el debutante Mario Moreno se adueña de la indumentaria y en la dácada del treinta, tras el éxito del proverbial mimo, Acosta comienza a dibujar un «Chupamirto» idéntico a «Cantinfladas».
No hay, pues, derechos de precedencia. Pero en lo que a historietas se refiere cabe recordar que desde 1926 el pintor y muralista Fernando Leal había publicado en el suplemento dominical de El País, la serie «El malora Chacamotas», protagonizada por «Chema», un pícaro de banqueta con bigotes de aguacero, derrengado Tardán de más que medio uso y faja de mecapalero, que se anticipa un año al peladito de Acosta.
En 1927, y también en El Universal, debuta como monero el espléndido caricaturista de estilo art decó Hugo Tilghmann, quien apoyado en guiones de Acosta, realiza «Mamerto y sus conocencias»; las aventuras de un charro vacilador que viste los colores de la bandera nacional y es aún más emblemático que «Don Catarino». Al año siguiente Audiffred y Zendejas publican en el suplemento dominical la serie «El señor Pestaña», que incorpora protagonistas urbanos y clasemedieros sin demasiado color local.
Ese mismo año Tilghmann, con textos de M. A. Montalvo, realiza la serie «Nagulás y Laburio», animada por sirio-libaneses de los que comercian por el rumbo de La Merced. También en 1928, pero en las páginas de El Universal Gráfico, Juan Arthenack se ocupa de las aventuras de un fifí enamoradizo, como los que ya comenzaban a resultar anticuados, en la tira «Adelaido el conquistador». En 1934 aparece la última serie importante nacida en las páginas de El Universal: «Segundo Primero, Rey de Moscabia», dibujada por Carlos Neve y escrita por Zendejas. La combinación de payos del Bajío y exóticos cortesanos de un reino imaginario, y el notable dibujo art nouveau desparpajado de Neve, hacen de ella una serie memorable.
En este intenso y creativo período, la historieta mexicana asume los formatos estandarizados por el cómic anglosajón, como las tiras o daylies, las planchas o sundays; y los géneros: family strip, kid strip, animal strip, encuentran sus correspondientes nacionales.

Figura 8: «Mamerto», la burla a la incipiente y bizarra idiosincrasia nacional.
Los protagonistas fundadores del cómic son charros y campesinos, moviéndose en el ámbito rural o trasterrados a la ciudad, así como léperos, empleadillos y petimetres de banqueta, personajes que dan cuenta de un México que se concibe a sí mismo en transición de lo rural a lo urbano, y donde la pobrería se ha hecho visible y hasta respetable gracias al proverbial millón de muertos. Pero hay también un amplio repertorio de minorías nacionales, como el chino Lipe, el sirio-libanés Nagulás, el andaluz Cantero, el estadounidense Smith y la afroamericana Kismoloncita, de «El señor Pestaña», evidencia de que en la inmediata posrevolución los mexicanos mestizos, clasemedieros y lectores de periódicos gustan de concebirse como parte de una sociedad multiétnica, al modo de Estados Unidos, pero son incapaces de encarar nuestra pluralidad profunda materializada en numerosos pueblos autóctonos. En los monitos hay orientales, africanos, europeos y estadounidenses aclimatados en México; no hay mayas, nahuas, zapotecos ni purhepechas discernibles como tales. Los indios de por acá no comenzarán a asomarse por las viñetas sino hasta bien entrada la dácada del sesenta.
Durante década y media, los diarios y suplementos dominicales serán el espacio privilegiado de las historietas. Hasta que, a mediados del decenio del treinta, la aparición de las primeras revistas especializadas modifique sustancialmente el espectro de lectores, y al cambiar de soporte revolucione de nueva cuenta las características formales y las posibilidades temáticas de la historieta nacional.

 

Canónicos: 1935-1950

Aunque años antes la cigarrera El Buen Tono había publicado en cuadernillos las «Aventuras maravillosas de Ranilla», de Urrutia, y poco después Arthenack lanzaba al mercado Adelaido, una pequeña revista de historietas protagonizada, entre otros, por el petimetre conquistador que da título a la publicación, el primer comic book propiamente dicho se llama Paquín, y aparece en 1934 patrocinado por el publicista y editor de origen español Francisco Sayrols.

Figura 9: En 1937 a «Paquín» le nace un hermano menor en formato de un cuarto de tabloide.
En adelante las revistas de historietas con trabajos de autores mexicanos se multiplican, y a Paquín se suman, Pepín, Paquito y Pinocho, del coronel José García Valseca y su Editorial Panamericana; Chamaco, de Ignacio Herrerías, fundador de Novedades Editores; Palomilla, publicada por el gubernamental Departamento Autónomo de Prensa y Publicidad (DAPP) y dirigida por la Secretaría de Educación Publica (SEP); Chapulín, también de la SEP; Piocha, con apoyo de la paraestatal Productora e Industrializadora de Papel (PIPSA); La Cruzada, editada por La Buena Prensa y respaldada por la Unión Nacional de Padres de Familia; Juan Dieguito, publicada por miembros de la Asociación Nacional de Prensa y Editoriales Católicas, así como las más comerciales Aladino, Periquillo, Pequeñín, Chiquitín y más tarde Cartones y Figuras.
En estos tiempos fundacionales todos los editores de revistas de historieta remedan a los extranjeros y en particular a los estadounidenses. Sin embargo hay algunas señas de identidad: Sayrols, pese a ser precursor en la promoción de autores mexicanos, termina por especializarse en los servicios, que predominan en Paquín y sobre todo en Colorín, donde sólo aparecen series de importación, y sus publicaciones son más modosas y conservadoras que las de sus competidores. En cambio García Valseca y Herrerías emprenden una feroz competencia por el mercado que los obliga a plagiar sin medida ni vergüenza y a competir por los historietistas prometedores recurriendo si hace falta al secuestro y la tortura; pero también estimulan la inventiva de su establo, de modo que Pepín y Chamaco, adalides de Panamericana y Novedades respectivamente, se convierten en laboratorio de experimentación monera.
Los demás editores marchan en el pelotón, pero aun así tienen rasgos distintivos. Los cómics patrocinados por el Estado son tan nacionalistas y revolucionarios como se podía esperar de los gobiernos de Lázaro Cárdenas y Avila Camacho. Pero su trazo no es acartonado ni institucional, pues Palomilla cuenta con el oficio de Salvador Pruneda, y en Piocha colaboran dibujantes talentosos y actualizados como Andrés Audiffred, Gabriel Vargas, Guerrero Edwards, Alfredo Valdés y Ángel Zamarripa (Facha), entre otros. Chapulín, producida por la SEP en 1942 con fuerte participación de transterrados españoles como Antonio Robles, Julio Prieto y Salvador Bartolozzi, es paradigma de los tiempos de fusión que corren, pues en sus páginas coexisten el «Mickey Mouse» de Walt Disney, con el «Pinocho» español creado por Bartolozzi y la serie «Trini Tron y Balta», realizada por el muralista y grabador José Chávez Morado en un estilo suelto y poderoso que remite a las caricaturas de Orozco.
El mismo Chávez Morado, junto con Leopoldo Méndez y Alfredo Salce, del Taller de la Gráfica Popular, creado en 1938 a partir de la desaparición de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, si no publican una revista de monitos sí realizan numerosas historietas propagandísticas que difunden en forma de carteles.

Figura 10: En esta historieta de Salvador Pruneda, publicada en los años cuarenta en El Nacional, la influencia de Walt Disney es evidente. Sin embargo el tratamiento humorístico y el lenguaje, nacionalizan el modelo.
La Cruzada, de 1939, y Juan Dieguito, de 1947, son medios católicos con una misión más catequista que comercial. En la primera se reproducen historietas de la España franquista, tan ultramontanas como estilísticamente anacrónicas, pero es signo de apertura el que publiquen también aventuras dibujadas por un tal Brick Foster, cuyo seudónimo homenajea a la serie «Brick Bradford» (William Ritt y Clarence Gray) y al dibujante Harold Foster. En la segunda aparece entre otras la emblemática «El vidente del Tepeyac», dibujada por Fesa.
Al influjo del comic book estadounidense, en los últimos treinta y los cuarenta se generaliza el uso del lenguaje de las historietas, y no hay revista de monitos que no remede de algún modo a Foster, Raymond, Caniff o Disney. Pero mientras que las publicaciones misioneras y las paraestatales son didácticas, paidófilas y además de cómics contienen numerosos textos, los pepines comerciales sólo incluyen monitos, y sin mayor afán regenerador se dirigen cada vez más a un público adulto. El modelo más exitoso es sin duda el de la industria, y serán sus revistas las que se apropien del mercado y colonicen el imaginario nacional.
Por obra de estas publicaciones, muchas de las cuales llegan a ser cotidianas y alcanzan tirajes vertiginosos, a principios de la década del cuarenta tiene lugar un acontecimiento cultural inédito: por primera vez en nuestra historia, decenas de miles primero, cientos de miles después y finalmente millones de mexicanos, se asoman simultáneamente a las mismas tramas, compartiendo alborozados y en tumultuoso afán, las apasionantes narraciones que todas las mañanas aparecen en los cuadernillos popularmente llamados pepines.

Sueños de papel

Nunca antes tantos mexicanos compartieron en sincronía los mismos deleites culturales. Nunca antes tantos compatriotas disfrutaron al unísono idénticas aventuras y desventuras de ficción. Nunca antes tantos de nosotros reímos y lloramos, virtualmente a coro, por las mismas gracias y desgracias. Y es que nunca antes tantos mexicanos supieron leer. Y tampoco hubo, en tiempos anteriores, narradores capaces de contar historias para públicos en verdad multitudinarios, ni editores dispuestos a jugársela con los mexicanos rasos.
Estamos hablando –según el número de lecturas que se le atribuya a cada uno– de entre cinco y diez millones de lectores de revistas de muñequitos, muchas de ellas de aparición cotidiana y cada una con grandes tirajes, que en ocasiones rebasan el medio millón de ejemplares. Esto significa legiones de personajes, animando cientos de sagas paralelas, impresas con océanos de tinta sobre montañas de papel.
Y es que no hay disfrute más auténtico que leer historietas. A diferencia de la literatura, la pintura y en general el arte con mayúscula, los monitos no realzan el sobaco ni adornan muros o bibliotecas, no tienen prestigio académico ni confieren lustre cultural. Con demasiada frecuencia libros y museos se visitan por razones ajenas al puro disfrute, en cambio la fruición monera es libre, gozosa, desinteresada. Paradójicamente lo alienante no es leer historietas, sino consumir libros importantes con la pretensión de cultivarse. Pero, por fortuna, en los pupitres de las dácadas del cuarenta y cincuenta no sólo había verdes clásicos de la literatura, también se ocultaban ahí los satanizados pepines. Y fue gracias a ellos que aprendimos a disfrutar de la lectura.
Las revistas de historietas eran el artilugio de evasión más accesible y barato. Los pepines nos acompañaban en casas, oficinas, escuelas, parques o tranvías; podíamos llevarlos de la mesa a la cama o sentarnos con ellos en la taza del baño; y cabían en la mochila escolar, la bolsa del mandado o el bolsillo trasero del overol. Eran una droga legal que ofrecía viajes sin riesgo; un dispositivo de tinta y papel para ponerse en trance por cinco centavos. Abismado, con la vista clavada en signos misteriosos, el lector de historietas se reía solo o se acongojaba sin motivo aparente: soñaba sueños de papel. Y los mexicanos de los decenios del treinta y los cuarenta aprendimos a leer para no quedarnos fuera de la diversión.
El verdadero crecimiento cultural no consiste en dejar atrás el consumo historietil, sino en conservar la frescura con que leemos monitos frente a narrativas mayores o cuando menos de más alto grado de dificultad. Pero casi todos los mexicanos alfabetizados en la posrevolución se quedaron a las puertas y encontraron en los pepines la única narrativa disponible. Consumir historietas devino entonces la fruición rutinaria de tramas previsibles e imágenes reiteradas. Y la frescura se transformó en inercia. El gozo intimista de la lectura, recién descubierto por las alborozadas mayorías, se tornó monótono, circular, alienado.

«Malgré tout», o los privilegios de la precariedad

El ripio, la imperfección y la ingenuidad näive son signos de identidad de la cultura industrial popular mexicana, y los pepines en particular están marcados desde sus orígenes por la precariedad y la improvisación.
Sacar fuerzas de flaqueza y hacer virtud de la carencia son obligadas estrategias de las naciones orilleras y demoradas. Aquí todo se hace al cuarto para las doce, sobre las rodillas, tocando de oído. Pero no importa, porque entre nosotros la improvisación es mérito. Nos ufanamos de las innovaciones societarias del Plan de Ayala y de la magna carta de 1917, pero sobre todo de que Emiliano Zapata fuera analfabeto y la mayoría de los constituyentes neófita en leyes; una buena escultura simbolista, el «Malgré tout» de Jesús F. Contreras, resulta más entrañable porque la hizo un manco; en 1931 el maestro de ingeniería Francisco Javier Stavoli realizó las primeras transmisiones televisivas experimentales en México con equipo traído de Estados Unidos, pero quién conoce a Stavoli, en cambio su discípulo Guillermo González Camarena, pese a que comenzó a experimentar tres años después, es el proverbial padre de la televisión mexicana, quizás por que nunca pasó de segundo de ingeniería y sobre todo por que armó su primera cámara con pedacería comprada en los deshuesaderos de Tepito y La Lagunilla; nos fascina la «Joven yucateca con un leve defecto físico», a la que el falso näive Abel Quezada pintó dos pies izquierdos; y por sobre todas las cosas nos llena de orgullo que Agustín Lara no supiera escribir música, y nos entusiasma hasta las lágrimas que José Alfredo Jiménez compusiera silbando.

Figura 11: Esrellitas, dibujada por Zea Salas.
Pero el culto a la ignorancia no es sólo consuelo de improvisados; sucede que a veces la precariedad es creativa. El original estilo del grabador Gabriel Vicente Gahona (Picheta) proviene en parte de que, a falta de boj en su natal Yucatán, trabajaba sobre la dura madera del zapote; y la contundencia del último Posada algo tiene que ver con la búsqueda de atajos técnicos, impuesta por las premuras laborales de Vanegas Arroyo.
Después de una revolución que promueve a los improvisados con iniciativa y en un medio plebeyo y permisivo como la historieta, es natural que se multipliquen las hazañas de la ignorancia. El monero Joaquín Cervantes Bassoco confiesa que la imaginativa y bizarra fauna antropomorfa de la serie «Wama el hijo de la luna» nace de su falta de documentación zoológica; y aun en nuestros días a los del oficio les parece meritorio que el joven y brillante monero, Pepeto, entinte con bolígrafo y consiga sus negros mediante betún para zapatos.
Con pocos recursos y sin el peso de la academia ni el lastre de la tradición, la imaginería monera mexicana es culturalmente irresponsable. Pero también es ligera, desparpajada, libérrima. Frente a la mesurada armonía de la historieta europea y hasta del cómic norteamericano, nuestros monitos resultan excesivos, delirantes; producto de una creatividad desmecatada donde las convenciones del super-yo cultural, que encorsetan a los primermundistas, dejan paso a los desfajados impulsos del inconciente tumultuario.
Rafael Araiza es la encarnación de la incontinencia monera, del desenfreno creativo. Sus mujeres son tan excesivas como venus prehistóricas; el Ingenuo Ricardín es un niñato ravelesiano, un perverso polimorfo de ochenta kilos que se refocila en los fluidos corporales; mientras que la relación entre Homero Melaza y los niños Caín y Luzbel en la serie «Papito Frito» resulta una versión hard core del sadomasoquismo ligth de «Katzenjammer Kids» (Rudolph Dirks).
Sexista y reaccionaria, pero también desorbitada y visceral, la emblemática narrativa de Araiza y sus seguidores remite a los regocijados excesos de la fiesta popular medieval que, según Bajtin, están detrás de Gargantúa y Pantagruel.
En el abigarrado panorama de los pepines se distinguen a simple vista dos tipos de historieta: la de trazo caricaturesco y la de dibujo naturalista. Diferencia estilística que traducida en géneros narrativos corresponde al humor y al melodrama respectivamente. @Subheading = Pepines vaciladores
La comedia es vocación originaria de la historieta. Primero fueron los gags y chistes secuenciados y más tarde las narraciones humorísticas de largo aliento; pero por décadas los monitos fueron risueños. Así fue en los años fundadores de los suplementos dominicales, y así empezó la era de los pepines.

Figura 12: La historieta más longeva de la industria historietística mexicana que aparece hasta la fecha quincenalmente en los puestos de periódicos.
En 1934 Salvador Patiño, que firmaba Conejo, traslada su «Simplón Colilla» de las páginas del semanario familiar de Francisco Sayrols, Sucesos para todos, a la revista de monitos Paquín, del mismo editor; mientras que Alfonso Tirado, quien en Sucesos realizaba la primera serie de dibujo realista del cómic mexicano titulada «Las calles de México», tiene que incursionar en el humor con «Mr. Mc Ana» para poder publicar en Paquín. También Rafael Araiza comienza a difundir, a través del cómic de Sayrols, «A batacazo limpio», una comedia de box inspirada en el «Popeye» de Segar, que luego trasladará a la revista Mujeres y Deportes y a Chamaco, del competidor Herrerías.
Para José García Valseca, editor de Paquito, Pepín y Pinocho, trabaja Gabriel Vargas, monero precoz que en 1933 había debutado en las historietas con tiras cómicas publicadas en Jueves de Excélsior, para hacer después cómics de dibujo naturalista como «Sherlock Holmes», «Vida de Cristo», «Frank piernas muertas» y «El Caballero Rojo». Su primera serie de humor es «Virola y Piolita», que aparece en Jueves de Excélsior; línea sonriente que prolongará en las publicaciones de Valseca con títulos memorables como «Los Superlocos», protagonizada por el trepador Jilemón Metralla y Bomba, y la que será la serie más longeva, influyente y reconocida de la historieta mexicana, «La familia Burrón».
Lejos de las family strip que presentan a la familia nuclear como microcosmos autosuficiente, la de los Burrón es una saga gregaria que incorpora por igual a familiares directos, parientes lejanos, amigos y vecinos, en un protagonismo multitudinario de raíz latina muy distante del individualismo anglosajón de «Bringing up Father» (Mc Manus) o de «Blondie» (Chic Young). Y al escoger la vecindad como escenario, el protagonismo, además de colectivo, deviene mujeril. Porque la Borola no es un personaje que encuentre su circunstancia en el Callejón del Cuajo, ella es la condensación de su circunstancia, la síntesis del viejerío, la encarnación de la vecindad. Ella es, como bien se decía antes, el alma del barrio. Igual que los caciques Acémilo Chaparreras, Juanón Teporochas, Briagoberto Memelas y El Güen Caperuzo son la coagulación de sus respectivos pueblos y prestan rostro, fama y apellido a «La Lobera», «San Cirindango de las Iguanas», «La Coyotera» y «El valle de los Escorpiones».
«La familia Burrón» no es una historieta de aventuras, pues los personajes cuentan más que sus peripecias; tampoco es costumbrista, ya que se aparta de los estereotipos; y menos aun picaresca, dado que rehuye el moralismo regañón. Se trata, más bien, de una narrativa de caracteres y situaciones, que al ambientarse en la penuria crónica y optar por la rebelión, deviene alegoría involuntaria del sempiterno drama popular.
Homenaje y canonización del habla chilanga del medio siglo, el lenguaje verbal de la serie tiene la cadencia y musicalidad de la expresión oral, entre otras cosas porque don Gabriel crea sus guiones de viva voz.

Figura 13: Butze es uno de los pocos maestros nacionales en el difícil arte de narrar en tiras secuenciadas.
Si el humorista mayor de García Valseca es Vargas, Herrerías tiene varias estrellas de primera magnitud. En Chamaco el monero de vocación realista Zea Salas dibuja de mala gana «Micho y Orejitas», historieta de humor. En cambio Germán Butze está a sus anchas en las series de aventuras humorísticas «Los Supersabios» y «Pepe el inquieto»; igual que Gaspar Bolaños, con su «Rolando Rabioso»; Bismarck Mier con «Padrinos y Vampiresos»; Rafael Araiza con «A batacazo limpio» y Abel Quezada con «Máximo Tops» y «La Mula Maicera».
De estas series la más duradera e influyente es «Los Supersabios», un relato de ciencia ficción protagonizado por un niño obeso y dos científicos juveniles. Pero la serie de Butze es caladora porque tras la narrativa de evasión hay un venenoso retrato de familia con opresivo paisaje social. Sin las escapadas rocambolescas con Paco y Pepe, la vida de Panza Piñón con su madre y su abuelo sería un infierno insoportable.

Figura 14: En «Rolando el Rabioso» el humor a costa del valor caballeresco y del amor cortesano trasciende su referenica a los cantares de gesta, para devenir parodia de la naturaleza humana.
En la década del treinta los pepines congregan a los moneros que definirán los afluentes canónicos del humor historietil mexicano. El pastiche de géneros clásicos, encarnado en el «Rolando Rabioso» de Bolaños, sátira tanto de las novelas de caballerías como de «El Príncipe Valiente» de Harold Foster, y precursor de la burla al superhéroe falócrata; línea paródica cultivada también por Abel Quezada en el homenaje chusco al cine norteamericano del oeste que es «Máximo Tops» y más tarde en la tira «Rayo Veloz». Las aventuras en clave humorística, que en el género de la ciencia-ficción representa «Los Supersabios», de Butze, y en tesitura deportiva «A batacazo limpio», de Araiza. Y finalmente la crónica chocarrera de costumbres, cultivada por Bismark Mier, quien en «Padrinos y Vampiresos» deja constancia verbal e indumentaria del pachuquismo, y por Gabriel Vargas que con «Los Superlocos» emprende un exhaustivo recorrido por los usos mexicanos posrevolucionarios que culminará en la saga de los «Burrón».
Al principio, el carácter risueño de la historieta era una deferencia a la supuesta condición infantil de sus lectores. Pero, paradójicamente, los clásicos del humorismo monero mexicano son para adolescentes y adultos. Y es que pronto se descubre que el cómic no es más infantil que cualquier otro lenguaje, y que si los suplementos dominicales eran leídos por toda la familia, los pepines, teniendo seguidores de la primera edad, son predominantemente consumidos por los mayores. Hallazgo que también explica la creciente incorporación a los pepines de historietas de trazo naturalista e intención melodramática destinadas principalmente a jóvenes y adultos.

 

Monitos en serio

La historieta seria, como la llaman sus autores, arranca entre nosotros con las narraciones de sucedidos coloniales que Alfonso Tirado titula «Las calles de México» y publica en Sucesos para todos desde 1934. El mismo autor inaugura el cómic realista en los pepines, con «El hombre invisible», que empieza en Paquín en 1935 y luego pasa a Paquito; serie a la que siguen «El flechador del cielo», que sienta las bases del neoaztequismo monero; una larga fila de westerns, como «El charro misterioso», «El alacrán» y «Rosita Alvirez»; un cómic gótico, «El vampiro tenebroso», e innumerables melodramas románticos.
Compañero de Tirado en Sucesos para todos, Ignacio Sierra publica en esta revista «Episodios de la vida de Villa», donde adapta diversas anécdotas de la vida del revolucionario tomadas de los relatos de Elías Torres, con lo que funda la historieta biográfica mexicana, y una serie de ciencia ficción titulada «Satania». En los pepines, Sierra debuta con uno de nuestros primeros héroes con máscara, capa y mallas; se trata de «Drake», que en 1937 aparece en Paquín y luego pasa a Chamaco.

Figura 15: El Bajío sustituye al oeste norteamericano y los cowboys devienen charros, gracias a Mariño Ruiz.
Ramón Valdiosera también se inaugura como monero en el comic book de Sayrols, con historietas como «El diamante negro de Chu Man Fu», «Clark» y «O´Hara», que rinden culto a Milton Caniff. A estas siguen, entre otras, «Alex King», «El ladrón de Bagdad» y «Oreja y rabo», series en las que Valdiosera se asocia con dibujantes como Francisco Galindo, Rafael Viadana y Narayanath Salazar.
«Don Catarino», «Mamerto» y «Segundo Primero», pilares de los monitos dominicales, eran charros burlescos; pero el introductor de los payos realistas en nuestra historieta es Adolfo Mariño Ruiz, un dibujante bien entrenado por La Enseñanza Objetiva, academia y editorial que con Galas de México creó la escuela mexicana de cromos calendáricos. Deudoras del western norteamericano, de nuestros folletines decimonónicos de protagonismo rural y del anecdotario de una revolución aun entrañable, nuestras historietas campiranas arrancan con «Los charros del Bajío», a la que siguen «El Charro Negro», «Juan Charrasqueado» y una larga lista de valentones de a caballo, dibujados por Mariño.
El éxito de nuestra narrativa montada vernácula, que se extiende de los monitos al cine y las radionovelas, no impide que Zea Salas realice westerns convencionales, como «Águila Roja», carentes por completo de mexicanismos. También son cosmopolitas las adaptaciones a la historieta de clásicos del continuará como «Los Pardaillán» y «El Capitán Sangre», que dibuja Melesio Esquivel, y «El Halcón del Caribe», del monero y prolífico pintor taurino Francisco Flores. Y junto a los vaqueros y los espadachines no podían faltar héroes selváticos de blanca piel como «Wama, el hijo de la luna», de Joaquín Cervantes Bassoco; detectives internacionales como Alan Baker, protagonista de la serie «Corazón del norte» de Eduardo Martínez Carpinteiro y paladines intergalácticos como «Escarlata» de Daniel López.
Los homenajes a «Terry y los piratas», de Milton Caniff; «Flash Gordon,» de Alex Raymond; «Tarzán», de Harold Foster y después Burne Hogarth; «El Fantasma», de Lee Falk y Ray Moore, entre otros grandes de la historieta mundial, no le restan originalidad a nuestra historieta. Sin empeñarse en escarbar sus raíces, los moneros mexicanos las encuentran involuntariamente en el estilo, el tono o el tratamiento. «El vampiro tenebroso», de Tirado, no sólo se oculta entre los ornamentos barrocos de Santa Prisca, en Taxco, es un chupasangre feíto pero querendón que no tiene antecedentes; el «Wama», de Bassoco, es un Tarzán tan carita como coscolino, y la selva que cobija sus múltiples volados y casas chicas está poblada de especies surrealistas aun más bizarras que las de Hogarth.
Abrirse al ancho mundo del cómic y copiar con desenfado a los clásicos, le hace bien a una historieta comercial que, a diferencia del nacionalismo revolucionario que patrocina el estado y frecuentan las artes cultas, no va en busca de la identidad, sino del lector. Y, paradójicamente, el que a la larga define la identidad es este mismo lector; un público consumidor, masivo pero demandante, que expresa sus filias y fobias no sólo con su poder de compra, sino también enviando resmas de cartas críticas o laudatorias pero siempre propositivas, a sus moneros predilectos.

Figura 16: La primera versión de Memín, el heróico infante de color (en un país prácticamente sin población negra) dibujada por Alberto Cabrera.
De esta retroalimentación, que en los cuarenta y cincuenta es muy intensa, proviene la consolidación de algunos géneros que definen el perfil de nuestra historieta en el medio siglo.
El protagonismo infantil, barriobajero y melodramático, está influido por el cine y la historieta norteamericanos; pero gracias a «Ladronzuela» y «Almas de niño,» series de la guionista Yolanda Vargas Dulché, «Estrellitas» y «Memín Pinguín» se incorporan a la picaresca nacional al lado de «El Periquillo» de Fernández de Lizardi. En la misma línea, pero con menos permanencia, están los toreros niños «Joaquinillo», de Francisco Casillas y «Gitanillo», de Francisco Flores, y «La Pandilla», de José G. Cruz.
Tan idiosincráticas como el melodrama infantil son las aventuras deportivas, sobre todo las disciplinas más arraigadas en el gusto nacional, como el fútbol, el box y los toros. Cervantes Bassoco es quien más ha cultivado este género, a través de «Pies Planos», su serie de box, y de «El Pirata Negro», su historieta de fútbol. También Francisco Flores frecuenta los deportes con la pugilística «A fuerza de puños», y con «Gitanillo» y «Cúchares», entre otras dedicadas a la tauromaquia. Valdiosera se sube al cuadrilátero con «Alex King», y se lanza al ruedo con «Oreja y Rabo», y así muchos otros.
Pero el género que nace en los pepines y pronto los copa, empapándolos en lágrimas, es el melodrama amoroso. Melodramas son, en rigor, todas las aventuras improbables, más la variante que predomina en nuestra narrativa industrial-popular, conformada por historietas, películas, radionovelas y telenovelas, es la que se ocupa de las pasiones románticas. Tal es la fuerza del melodrama amoroso, que se cuela en los demás géneros y es difícil encontrar charros, detectives, deportistas o tarzanes mexicanos, carentes de un corazón apasionado. El amor puede ser de madre, de hijo, de hermano o de amante, pero siempre es sufridor. Se trata, además, de un melodrama moralista, donde la maldad acecha pero la virtud se impone. Aunque, en verdad, lo de menos es la lección maniquea, la historia archisabida y el final previsible; lo que importa es la retórica de la pasión, la intensidad de los sentimientos, los inescrutables meandros del destino. Y es que el melodrama a la mexicana es, ante todo, un melodrama truculento.
Los culebrones llorosos no tienen protagonistas fijos, y sus autores buscan hacerse reconocibles poniéndoles nombre genérico a series de historias independientes. Así, Carlos del Paso y Antonio Gutiérrez realizan decenas de episodios de «Don Proverbio»; los relatos de Guillermo Marín llevan el título de «Cumbres de ensueño» y Elia de Erzell, Yolanda Vargas, Guillermo de la Parra y Laura Bolaños escriben múltiples capítulos de «Rutas de emoción», que firma Rosario Sansores e ilustra José Cárdenas.
La pretensión naturalista de los melodramas pasionales se asocia con el dibujo verista, cuya cumbre es la técnica del mediotono, creada por Antonio Gutiérrez. Trabajado a lápiz y difuminado, el dibujo de Gutiérrez –llamado también café con leche, pues casi siempre se imprimía con tinta sepia– busca semejarse a la fotografía, que por los mismos años comenzaba a utilizarse en las historietas. La paradoja es que, mientras el medio tono persevera en el naturalismo, los cómics fotográficos mexicanos devienen delirantes fotomontajes expresionistas.

Del melodrama al pictodrama

La historieta humorística deriva del chiste gráfico, abreva en la pantomima y el sketch teatrales y marcha junto a los gags del cine cómico mudo. En cambio el cómic de aventuras, extrovertidas o románticas, entronca con el folletín y la novela rosa, transcurre junto a la literatura de los pulps y tiene en el melodrama su querencia más profunda.
Hoy llamamos melodrama a las historias truculentas, enrevesadas y pasionales, aunque no tengan música, como si el acompañamiento instrumental fuera accesorio al género, pero en un principio la orquesta era indispensable para realzar el drama. Y es que a la narrativa patética le preocupa menos alcanzar en verdad la excelsitud que proclamarla con vehemencia, y nada mejor que un coro de violines para vendernos la inminencia de lo sublime. De ahí que el acompañamiento instrumental que ensalza los recitados del viejo melodrama de Gluck reaparezca en sus variantes modernas del cine, el radioteatro y la telenovela. Porque es proverbial: las despedidas sin música de fondo son tan desabridas como una recitación sin ademanes.

Figura 17: El melodrama: vehículo para la educación sentimental del mexicano.
Privada de galas musicales, atractivo escenográfico y carisma actoral, la narrativa melodramática sobre papel desconfía sin embargo del solo poder del verbo y se hace acompañar de profusas imágenes impresas. Así, los folletines decimonónicos incluyen copiosas cuanto bizarras ilustraciones, y en el siglo XX el melodrama encuentra en la historieta el lenguaje icónico idóneo para enervar la intriga y exacerbar el patetismo de los textos.
Melodramas sin música, pero con hartos dibujos, las historietas pasionales y aventureras del XX bien podrían llamarse pictodramas. Y el gran patriarca del pictodrama mexicano es José G. Cruz, quien es también fundador de su variante porteña y arrabalera, cómics que añoran al bandoneón y se titulan «Tango», «Tenebral», «Encrucijada», «Revancha», «Remolino» o «Percal».
Con engolados prolegómenos, adjetivación suntuosa, obsesivos signos de admiración y profusión de mayúsculas en grandes caracteres, los grandilocuentes melodramas de Cruz son un monumento al más delirante kitsch monero. Pero Cruz es también creador y pródigo ejecutante del fotomontaje narrativo; una técnica que combina fotografías tomadas exprofeso o prexistentes con materiales gráficos de distinto origen, todos ensamblados y retocados con pincel. Esta variante de la historieta dibujada y de la fotonovela, que fue cultivada igualmente por Miguel Gloria, Benjamín López y Manuel del Valle, entre otros, le confiere al cómic mexicano del medio siglo un perfil icónico singular.
Gracias a las historietas humorísticas o serias de los pepines los mexicanos del común adquirimos identidad; un imaginario compartido, pero también generalizados usos y costumbres de andar por casa, muletillas que otorgan cadencia verbal, fórmulas filosas para insultar y floridas para seducir, frases memorables para bien morir.

Sitio mediático

Antes del tumulto monero de las décadas cuarenta y cincuenta, para que compartiéramos la atroz tragedia de «La Llorona», fue necesario que por varias centurias legiones de abuelas contaran la historia a otros tantos aterrados nietos; para que nos aprendiéramos las aventuras de Heraclio Bernal o de «El hijo desobediente» hizo falta que sus corridos se cantaran millones de veces en innumerables palenques, cantinas y parrandas. En cambio, en el mundo de los medios masivos unas cuantas horas bastan para que millones de mexicanos lectores de Pepín se enteren de las últimas transas de «Jilemón Metralla y Bomba», o para que otros tantos seguidores de Chamaco se acongojen con las más recientes peripecias de «Estrellitas», la flor del arrabal.
En el medio siglo los mexicanos nos hicimos mexicanos porque empezamos a compartir las emociones instantáneas que nos proporcionaba la industria cultural. Porque, además del grito del Padre de la Patria: «¡Vamos a coger gachupines!», o del apotegma del indio Juárez: «El respeto al derecho ajeno es la paz», todos conocíamos la propiciatoria frase con que empezaba sus relatos radiofónicos el Monje Loco: «Nadie sabe... nadie supo... nadie sabrá la verdad en el horrible caso de...».
El éxito y longevidad del anfitrión de la carcajada cavernosa, cuyas parodias se mantienen en los medios a sesenta años pasados de su debut, se explican porque un pueblo de tradición católica como el mexicano asocia más con el espanto colonial a un monje encapuchado que a los anglosajones «Vault Keeper» (EC Comics) o «Uncle Creepy» (Warren). Pero también porque con el personaje creado por el guionista Carlos Riveroll del Prado, el dibujante Juan Reyes Beiker y el actor Salvador Carrasco, entre otros, se llevó al extremo en los primeros cuarenta la entonces incipiente estrategia de asedio mediático: radioteatro en la XEW, historieta en Chamaco, película dirigida por Alejandro Galindo, swing de Ernesto Riestra, presentaciones teatrales de Carrasco y hasta un «Monje Loco» apócrifo y jarioso que protagonizaba películas pornográficas.
Y es que la industria cultural no concibe los diferentes medios como opciones libertarias sino como cerco al consumidor. Los variados sistemas de comunicación masiva se transforman, así, en un monótono continuo multimediático; pasarela recorrida por un corto repertorio de iconos de primera división, que en el tránsito de uno a otro soporte cambian de formato y textura, nunca de concepto. En vez de piezas individuales y autosuficientes –en vez de obras de arte– la mayor parte de los productos generados por tal estrategia son variaciones sobre unos cuantos temas y protagonistas canónicos; ecos de ecos que atrapan por saturación y con frecuencia resultan vacuos fuera del laberinto de los espejos.
Pero en su momento y circunstancia, esta multiplicidad de versiones especulares es capaz de construir poderosos protagonistas metamediáticos; referentes supuestamente originales, que en verdad son hologramas sin consistencia, pero terminan por resultar más reales que cualquiera de sus imágenes derivadas. «El Monje Loco» o «El Charro Negro» (creado por Mariño en las viñetas y por Raúl de Anda en el cine), devienen alucinaciones consensadas, presencias compartidas no por virtuales menos entrañables. Y de la misma manera las estrellas de carne y hueso se transmutan en sus personajes. Así, María Félix se muda en «La Doña» gracias, entre otras cosas, a la versión cinematográfica que de la novela «Doña Bárbara» de Rómulo Gallegos hace Fernando de Fuentes en 1943, pero también a que ese mismo año Melesio Esquivel la transforma en historieta, para Chamaco, y Pinocho publica un fotomontaje anónimo basado en imágenes de la película; por su parte «Cantinfladas» es la suma del «Chupamirto» monero, de sus presentaciones teatrales y de películas memorables como «El gendarme desconocido» (Miguel M. Delgado, 1941), al punto que Mario Moreno debe conformarse con ser la menos afortunada de sus caracterizaciones.
De esta manera los fantasmas condensados en la penumbra del cine, la doméstica intimidad de la radio y las estrujadas páginas de un pepín, se incorporan, no sólo al imaginario colectivo, también a la cotidianidad compartida de todos los mexicanos.
El fenómeno no es nuevo. Desde la colonia y hasta el siglo XX, con rústicos medios de gentío como teatros, maromas, circos, marionetas y hojas volantes, se habían confeccionado protagonistas ubicuos y vitales, aunque ficticios o recreados, como el «Negrito poeta» y el «Vale Coyote». Pero los medios masivos del siglo pasado multiplicaron las ausentes presencias y con ellas las experiencias vicarias a disposición de los mexicanos rasos.
Parte indisociable de un continuo transmediático formado por el cine, la radio, la música grabada y en menor medida la menguante revista teatral, la historieta del medio siglo no puede dilucidarse sin ubicarla en su circunstancia, sin rastrear influencias, prestamos y traslapes de otros medios. Y sin esta reconstrucción no hay nada que hacer; con suerte podremos hojear algunos ejemplares amarillentos, pero a distancia la verdadera experiencia de leer pepines es irrepetible. Lástima.
Paquito, Pepín, Chamaco, conexos y similares, eran historietas muy a la mexicana. Su formato extremoso: 28 por 43 centímetros, los grandes, y 12 por 15, los chicos; su impresión en una sola tinta, con frecuencia sepia o verde; su proclividad al mediotono y al collage; su frenético ritmo: algunos aparecían todos los días y dos veces los domingos; su carácter misceláneo y finalmente su creciente orientación al público adulto, hacían de las historietas locales de las décadas del treinta y cuarenta un producto peculiar que se apartaba de los estándares del cómic internacional.
En la segunda mitad del siglo esta excentricidad remite y las historietas locales se asimilan paulatinamente al modelo convencional del cómic norteamericano, sin por ello perder identidad. Pero ese es otro cuento.