Debut, beneficio y despedida de una narrativa tumultuaria
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Fin de fiesta. Gloria y declive de una historieta tumultuaria

 

Armando Bartra
Investigador, Ciudad de México, México

 

Resumen

A mediados del siglo 20 en México la población del país se convierte en una sociedad de lectores, de Pepines, pero lectores al fin. Bartra en su articulo relata los cambios que empezó a sufrir en ese periodo la historieta mexicana. De ser cómics de antología pasan a tener una generalización de temas y personajes y se modifica su narrativa dando lugar a la historieta novelada. Si bien las historietas precedentes a esta década habian llegado al gran público, es durante los 50 que alcanzan su máximo esplendor. La historieta mexicana progresa conforme pasan los años y pasa de un efímero destape a las adaptaciones de personajes célebres y religiosos. La modernidad llega a México en los 60 y es la aparición de revistas como Kalimán, Libro Vaquero, Lágrimas, Risas y Amor, Los Supermachos de Rius, Chanoc, etc. Asi seguirá hasta los 80 con publicaciones independientes de la gran empresa editorial mexicana.

Abstract

At the second half of the 20th century, México´s population became a reader´s society. Readers of Pepines (mexican comics), but readers after all. Armando Bartra´s article tells the changes that the mexican comics industry suffered. From being multistory comicbooks they became single story and character books changing its storytelling to "to be continued" stories. If the comics of the previous decade were close to the great audiencies, is in the 50´s that they reach the glory and maximum splendor. The mexican comics progress tru the years and moves from a brief erotic stage to adaptations of famous and religious people. The modern times arrives to México in the 60´s and is the same time of famous comics like Kalimán, Libro Vaquero, Lágrimas, Risas y Amor, Los Supermachos de Rius, Chanoc, etc. The mexican comics will continue to develope this way until the 80´s when the independent publishers appear.

 

Hubo una vez un pueblo de lectores

Las luces porfiristas no pasaban por las mayorías, y los que en la segunda década del siglo pudieron leer las noticias de la insurgencia eran apenas dos millones de mexicanos, el 20% de los mayores de seis años. En las tres primeras décadas de la posrevolución los alabetizados se multiplican por cinco, y para 1950 son ya más de la mitad de la población. Once millones de lectores potenciales enfrentados a un árido panorama editorial, pues salvo las vertiginosas publicaciones de la Secretaría de Educación Pública, los tirajes de los libros son simbólicos y los diarios y revistas no alcanzan siquiera la circulación de El Imparcial porfiriano.
¿Analfabetismo funcional multitudinario? No. Los mexicanos del medio siglo fuimos un pueblo de lectores. Lectores de pepines, cierto, pero lectores al fin.
Y eso de leer no es poca cosa. Más allá del mensaje contenido en el texto, el simple acto de descifrar la escritura posibilita el goce intimista por excelencia; la oportunidad de abismarse en solitario y compartir vicariamente las más bizarras aventuras y devaneos intelectuales. Sin duda el mayor descubrimiento desde la invención de los sueños y las aportaciones de Onán.

Figura 1: Una muestra del universo de personajes de Gabriel Vargas, cronista urbano del México de la segunda mitad del siglo XX.
La máxima revolución espiritual posrevolucionaria es la privatización extrema del disfrute cultural. Para el medio siglo los monitos y la radio se han convertido en entrañable compañía de los antes puramente gregarios mexicanos de a pie. Tres millones de radioescuchas y cuatro o cinco millones de lectores de historietas, en un país de 25 millones de habitantes, hacen del esparcimiento de alcance masivo, pero fruición intimista la mayor innovación cultural del siglo. Sin duda también el cine se populariza, pero las 300 salas de proyección, que suplen a los teatros en franca retirada, son visitadas por los muy cinéfilos a lo más dos veces por semana, en cambio los pepines y la radio nos acompañan todos los días y casi a toda hora. «El éxito de los paquines es... tan inusitado y tan unánime, que de seguir así las cosas... las ediciones de los tales van a acabar sobrepujando a las del Quijote o las de la Biblia», se lamenta Efrén Hernández en 1940. «Ganguea, gruñe, gañe, vibra, chismea, canta, muge, ruge. Escúchasele donde quiera... Casas hay donde se desayunan con radio, comen con radio y cenan con radio», protesta Carlos Gómez Peña en 1942.
Seiscientos mil receptores en 28 ciudades con unos cinco escuchas por aparato, hicieron de «El panzón Panseco» (Arturo Manrique), «El doctor IQ» (Jorge Marrón) o «Cri-Cri» (Francisco Gabilondo Soler), presencias compartidas por cerca de un millón de mexicanos cada una, pues el máximo rating neto no pasaba del 30%. Por su parte, historietas cotidianas como Pepín y Chamaco tenían tirajes cercanos al medio millón y cada ejemplar era leído cuatro o cinco veces, de modo que en su momento «Jilemón Metralla y Bomba», de Gabriel Vargas, o «Estrellitas la flor de arrabal», de Yolanda Vargas Dulché, fueron aun más famosos que Panseco, IQ o Cri-Cri. Y es que las historietas llegaban hasta los pueblos dejados de la mano de la electricidad donde no se podía escuchar la radio.
En el medio siglo leían pepines más de la mitad de los alfabetizados, alrededor de un cuarto de la población, y esta generalización de la lectura es un hecho de trascendencia civilizatoria, no sólo por la globalidad de los mensajes, algunos difundidos casi simultáneamente a todo el mundo comunicado, sino también porque la globalidad de los contenidos coincide con la privacidad de la fruición. Así, paradójicamente, lo novedoso de la sociedad de masas no son las muchedumbres, que ya congregaban ferias, desfiles, carnavales, circos, teatros y maromas decimonónicos. La originalidad del siglo recién pasado está en los gentíos virtuales reunidos en torno a millones de cuadernillos ilustrados y cientos de miles de cajitas parlantes. Se ha dicho con referencia a la televisión, pero lo cierto es que ya en los cuarenta el día no terminaba cuando se ponía el sol, sino cuando daba comienzo la plúmbea «Hora Nacional» y el último de los hermanos acababa de leer el Chamaco o el Pepín.

 

De los pepines al comic book: 1950-1960

Zotacos, prietos y patéticos, los pepines chicos son una variante muy mexicana del comic book. Los cuadernillos de 12 por 15 cm, tinta sepia y vocación melodramática, arrasan desde fines de los treinta hasta principios de los cincuenta, pero en el medio siglo la norteamericanización de las costumbres llega también a la historieta, y para competir con los esbeltos y multicolores cómics importados, los de factura local tienen que adoptar el estilo yanki. Mimetismo forzado que no significa renunciar a la propia identidad.

Figura 2: Chistes viejos como pretexto para erotizar el cómic.
Al doblar el medio siglo una serie de cambios comienzan a imponerse en los monitos mexicanos: se inicia la decadencia de los pepines misceláneos, nace y se generaliza la historieta novelada –narraciones de gran fondo publicadas en volúmenes de hasta 500 páginas– e irrumpen en el mercado los cómics norteamericanos traducidos al español, haciendo que los nuestros se ajusten a su formato y periodicidad e introduzcan el color.
Pero la renovación no impide que se desarrollen y consoliden los grandes hallazgos de los treinta y los cuarenta. Así, humoristas como Gabriel Vargas («La familia Burrón»), Rafael Araiza («A batacazo limpio»), Gaspar Bolaños («Rolando Rabioso»), Germán Butze («Los Supersabios») y otros, llevan sus creaciones de los años anteriores a niveles de excelencia; cultores del melodrama, como Yolanda Vargas Dulché y Antonio Gutiérrez, encuentran en la serie Lágrimas, Risas y Amor el vehículo ideal para sus romances, y con el fotomontaje «Santo, una revista atómica», José G. Cruz nos dota de un superhéroe paradigmático; que además es la serie de historietas más rápida del mundo, ya que durante los cincuenta se publica lunes, jueves y sábados, lo que significa tres números de 31 páginas efectivas a la semana, es decir trece páginas diarias, más de dos viñetas por hora...
«El enmascarado de plata» es uno entre muchos personajes de historieta que provienen de los encordados, la pasarela o la pantalla, pues en el medio siglo los moneros capitalizan el carisma acumulado durante la edad de oro de nuestros mass media. Así, viviendo tramas biográficas, libres o francamente desorbitadas, llegan a las viñetas Agustín Lara, María Félix, Pedro Infante, Arturo de Córdova, «Tin Tan», «Los Panchos», «Tongolele», «Joe Conde», «Blue Demon», «Black Shadow», «El Cavernario Galindo», entre otros.
La paulatina transformación de nuestros monitos en cómics, durante los cincuenta, es parte de la norteamericanización general del país. En una posguerra que transforma en luna de miel el rencor histórico entre México y Estados Unidos, arraiga definitivamente entre nosotros el american way of life y las clases medias consumistas sustituyen a los obreros y campesinos como paradigma de la identidad nacional.
La revolución se quita las charreteras, y con Miguel Alemán la primera generación de tecnócratas sustituye a los militares, hasta entonces en el poder. Paulatinamente remiten tanto los clichés populistas como el discurso socializante, y la posrevolucionaria cultura de izquierda deja paso a una cultura de derecha. Así, mientras apostamos por el sueño americano brincando del petate al box spring, transitamos también de satanizar la amenaza nazi a exorcizar la amenaza roja.
El agringamiento cultural es, en gran medida, obra de los medios electrónicos de masas, que en el medio siglo se expanden arrolladoramente. Gracias a la urbanización, la electrificación rural y la mayor potencia de las emisoras, la radio supera por fin a la historieta como el territorio más compartido de la cultura popular; y la televisión, que inicia su promisorio ascenso en los cincuenta, de arranque propicia el boom del deporte espectáculo y consolida la nacionalización de las soap operas inaugurada por la radio veinte años atrás.
Regurgitadora compulsiva de toda clase de cultura popular, también la historieta tiene que ponerse a tono con los tiempos anglófonos. Los fundadores de la industria de los pepines, o abandonan como Editorial Sayrols, o cambian de estilo como Novedades, o incursionan en la publicación de comic books norteamericanos traducidos al español como Panamericana. Y junto a ellos aparecen los nuevos tlatoanis del negocio editorial, emporios del estilo de La Prensa y Novaro, sustentados en los servicios gráficos de importación.

Figura 3: Prácticamente la única forma de acercamiento a la lectura de millones de mexicanos.
Pero, en los cincuenta, la expansión educativa y las reiteradas campañas alfabetizadoras se traducen en hambre insaciable de narrativa impresa, de modo que la competencia del cómic transnacional acota a los monitos mexicanos, pero no los asfixia. Así, junto a los editores del Pato Donald, Tarzán, La pequeña Lulú, Archie o Los halcones negros, aparecen nuevas editoriales dedicadas a difundir obra nacional, algunas fundadas o dirigidas por profesionales del gremio. Tal es el caso de la Editorial Argumentos, de los guionistas Guillermo de la Parra y Yolanda Vargas Dulché, de Ediciones José G. Cruz, y de las pequeñas empresas de Manuel del Valle, Sealtiel Alatriste y otros historietistas. @Subheading = Monitos con lomo
Ni comic book ni pepín, la historieta novelada es una modalidad vernácula de la narrativa dibujada, cuyo peculiar formato genera una estética inédita y un nuevo tipo de lectura.
Así como nuestros pepines se inspiraron en la exitosa circulación de ejemplares de segunda mano de las historietas de los suplementos dominicales de los diarios, comercio marginal que evidenciaba la existencia de una demanda específica de monitos, hemos de suponer que el cómic con lomo fue sugerido por la proliferación de encuadernaciones rústicas de las series de más éxito, que mediante una módica renta podían ser leídas en locales especializados. Los primeros cómics que de inicio circularon con formato de libro fueron recopilaciones misceláneas con las que Sayrols daba salida a sus sobrantes, pero ya en los años cuarenta Panamericana edita en un solo volumen la serie «Tango», de José G. Cruz, que había aparecido por episodios en Pepín, y en los primeros cincuenta Novedades comienza a publicar de manera regular La Novela Mensual, que pronto será quincenal y luego semanal. Al principio se editan ahí series completas realizadas por capítulos para el cotidiano Chamaco, pero al estabilizarse comercialmente el nuevo formato, los moneros comienzan a producir historietas de gran fondo pensadas para La Novela Semanal, que ya no están sujetas al engorroso continuará y a su frenético ritmo narrativo, pero que no pueden prolongarse tanto como las series abiertas. Entre muchas colecciones de novelas ilustradas destacan las de Novedades y las editadas por José G. Cruz.
Y el continente condiciona al contenido. Las historietas noveladas incuban una poética original, propician la fragmentación de la autoría e inducen un nuevo tipo de lectura.
En cuanto a la estética: si las series de los pepines eran relatos abiertos donde el suspenso del continuará atrapaba al lector, la nueva narrativa novelada maneja historias cerradas, adopta la estructura clásica: planteamiento, desarrollo y desenlace, y capta el interés gracias a la expectativa del final; además, en esta modalidad se prescinde de los héroes emblemáticos y protagonistas estables de las series abiertas, y la trama cobra preeminencia sobre los personajes; por último, al publicarse las obras completas y de una sola vez, es imposible hacer ajustes por el método de ensayo y error, debiendo diseñarse de antemano una estructura conclusiva.
En lo tocante a la hechura, el corto lapso en que se realiza cada historieta novelada propicia el desdoblamiento del guión y el dibujo en dos autores diferentes que trabajan por separado. De este divorcio resultan guionistas verborréicos que tienden a decirlo todo con palabras, y su contraparte, dibujantes ilustradores que se limitan a rellenar el espacio que dejan globos y apoyaturas.
Quizá por ello el librocómic mexicano tiende a ser literariamente hablador y visualmente decorativo. Lo que no obsta para que haya autores talentosos, como los espléndidos dibujantes Arturo Casillas, Ignacio Palencia y Ramón Alonso Fernández, buenos guionistas, como Leonel Guillermoprieto y Laura Bolaños, y trabajos conjuntos muy logrados. Si esta calidad no se ha traducido en obras memorables no es porque las piezas maestras no estén ahí, sino porque no han dejado huella persistente en el imaginario colectivo de los lectores de monitos. Y es que la cultura popular cala por redundancia. En un medio sin rediciones de obras memorables, que por esa vía devendrían clásicos, es por saturación que doña Borola, el Santo, Kalimán o Rarotonga resultaron inefables. En cambio aún las mejores historietas noveladas son efímeras. Quizá entre los librocómics está el Pedro Páramo de la narrativa dibujada, pero para que trascendiera hubieran hecho falta «Pedro Páramo ataca de nuevo», «Pedro Páramo contra los muertos vivos», «El hijo de Pedro Páramo», y así sucesivamente.

Figura 4: Excelente ejemplo estereotipo del charro mexicano.
Respecto de la fruición, el saldo de la historieta novelada es la existencia de un lector de gran fondo, que se clava en narraciones ininterrumpidas de 250 o 300 páginas, y es la antítesis del espectador sincopado, consumidor de folletines, historietas, radioteatros y telenovelas de continuará. Lector de librocómics, a veces monumentales, que es un mentís a la socorrida tesis de que quienes frecuentan los monitos son prácticamente analfabetos.
Con las historietas de ancho lomo, los comiqueros mexicanos se anticipan cuarenta años a las novelas ilustradas europeas, posiblemente porque desde los últimos treinta la industria local de los monitos asume a los adultos como sus destinatarios privilegiados, mientras que en el resto del mundo el cómic va dirigido a niños y jóvenes, proverbialmente hipertiroideos y lectores de tramos cortos. @Subheading = Efímeros destapes
El que Pepín se anuncie como «Diario de novelas gráficas propio para adultos», no significa que esté libre de mojigaterías. Al contrario, las historietas coquetean con temas escabrosos, pero siempre tras un púdico velo de hipocresía. Y aún así, son acusados por los moralistas de pervertir a la juventud.
La autocensura de moneros y editores se atenúa en los primeros cincuenta, gracias a la permisividad libidinal del gobierno de Miguel Alemán, una administración que entre los de arriba propicia el saqueo del erario público, la corrupción y el derroche, pero permite a los de abajo cierto destrampe distractor. Las desinhibiciones de la vida nocturna alemanista se trasladan al papel en revistas cachondas de espectáculos como Vea, Vodevil, Venus, Pigalle, Frívola, Eva, etc., y de ahí a las historietas sólo hay un paso. El que lo da es Adolfo Mariño Ruiz con el personaje Yolanda, una superhembra tan maltratada como pegona, que inaugura nuestro moderado sadomasoquismo monero. Mariño no era un improvisado en el bondage cartoon, pues cuando menos desde 1952 historietas suyas como «Tahia, savage girl», eran distribuidas en Estados Unidos por la empresilla del hoy reconocido Eric Stanton. Pero en Yolanda, destinada a un público abierto y mexicano, modera sus ímpetus sicalípticos. El éxito de ventas y la pasividad de la censura lo alientan, y las revistas Picante, Deseo y Afrodita, de las que es editor y principal dibujante, son ya bastante más atrevidas.
Poco nos dura el gusto. A la borrachera alemanista sigue la cruda ruizcortinista y el corto verano de las tetas termina en una macarthista cacería de brujas con liguero, por la que Picante, Afrodita, Yolanda y Deseo, junto con Vea, Vodevil, Pigalle, Eva y otras revistas de peluquería, terminan en la pira purificadora que se instala en el Zócalo de la ciudad de México el 26 de marzo de 1955, mientras que Mariño visita la cárcel en su condición de editor.
Pero la mala semilla está sembrada, y durante los cincuenta son frecuentes las historietas protagonizadas por mujeres de armas tomar, siempre acosadas por látigos, cadenas, sogas, cuchillos y demás parafernalia sadomasoquista. Entre ellas destacan las series «Adelita y las guerrillas», de José G. Cruz y dibujada entre otros por la monera Delia Larios, y «Rosita Alvirez», de Alfonso Tirado. Heredera tardía de las superhembras es «La chica del Kung Fu» de Juan Alva. @Subheading = Volver a la infancia
En el medio siglo, la vocación de la historieta por los adultos coexiste con el regreso al originario público infantil, redescubrimiento inducido por la invasión de cómics norteamericanos destinados a los menores.
Para competir con la fauna antropomorfa de Walt Disney y similares, por una infancia que los pepines habían extraviado cuando se hicieron adultos, se editan revistas misceláneas para chicos como Tesoros, Mexicolor y Colorín, donde trabajan moneros como Escalante, Antonio Campuzano, Ramón Valdiosera, Bismark Mier, Carlos y Guillermo Vigil, entre otros. Al mismo tiempo, con el título genérico de Paquito presenta y formato de comic book, Panamericana publica «El Gato Garabato», donde Álvaro Ruz hace su aportación al zoológico monero nacional.
Siguiéndole la pista a la serie norteamericana de adaptaciones literarias titulada Clásicos Ilustrados, grandes introductoras de cómics de importación, como Novaro, emprenden por su cuenta la producción nacional de historietas didácticas como Tesoro de Cuentos Clásicos, Aventuras de la Vida Real, Grandes Viajes, Epopeya, Vidas Ejemplares, Hombres Ilustres, Leyendas de América, etc., que dibujan desde consagrados como Carlos Neve, Alfonso Tirado, Ignacio Sierra y Delia Larios, hasta debutantes como Antonio Cardoso y Rubén Lara.

Figura 5: Modesto Vazquez elabora los guiones tanto de la historieta como de la radionovela.
En Vidas Ejemplares abundan los santos y santas, cuyas biografías configuran una variante de los cómics didácticos: las historietas de la fe. Además de las editoriales transnacionalizadas, como Novaro y La Prensa, también las empresas promotoras de los monitos nacionales incursionan en la historia sagrada y las vidas de santos. Antonio Gutiérrez es el biógrafo de Cristo predilecto de Editorial Argumentos, mientras que Casillas realiza las historietas persignadas del editor José G. Cruz. Este último le da otra vuelta de tuerca al género con la revista Apariciones, dedicada más al truculento melodrama guadalupano que a los elevados temas de la cristiandad. En Apariciones debuta el satanismo chocarrero, que más adelante derivará en la metafísica cachonda y relajienta de los jinetes de la muerte, caballos del diablo y similares.
Y en un pueblo profundamente convencido de su catolicismo, no podían faltar asomos de historieta cristera, como la biografía historietada «El martirio del Padre Pro», y barruntos de un cómic cristiano cultivado, como las adaptaciones moneras de K. G. Chesterton con guiones de Vicente Leñero, que publica la revista Señal.

 

Los monitos del aliviane: 1960-1980

Durante la segunda mitad de los sesenta y en los setenta, la historieta mexicana alcanza el punto más alto de su popularidad, al tiempo que se perciben los síntomas de la decadencia. Por esos años revistas como Kalimán, El Libro Vaquero y Lágrimas, Risas y Amor, rebasan el millón de ejemplares semanales; Eduardo del Río (Rius), expande las fronteras del cómic y un sector de la intelectualidad alivianada reconoce a los monitos como cultura. Pero la industria, transformando su auge en inercia, lejos de apropiarse de las nuevas posibilidades de la narrativa dibujada elegirá la reiteración.

Figura 6: El viejo Tsekub, opacó la popularidad del protagonista.
Por primera vez desde el inicio de la guerra fría, el conservadurismo defensivo de occidente remite, y soplan vientos de renovación. En México la cultura de derecha dominante desde los cuarenta deja paso a una nueva cultura de izquierda, alimentada por la revolución cubana, oposición a la guerra de Vietnam y el generalizado antimperialismo tercermundista. Pero más que de estructura política la ruptura es espiritual, pues el régimen autoritario no se democratiza aunque sí se subvierten los usos y costumbres de la sociedad civil. Con el fin del sueño americano queda en entredicho un american way of life que entre nosotros no había pasado de lujo minoritario, y transitamos del culto al supermercado, a la profesión de fe anticonsumista. Un nuevo sueño anglosajón, que preconiza el pelo largo, las drogas sicodélicas y la inédita sexualidad practicada en comunas y a ritmo de rock and roll, se apodera de la generación jipiteca. Y, como nunca antes, lo juvenil deviene espacio de legitimidad cultural.
Esta puesta al día es posible, también, porque la masificación de la educación media y superior ha creado un extenso sector de consumidores de cultura sofisticada. El fenómeno García Márquez: brillante, Novel, best seller y abrumadoramente popular entre la tropa pinolera, hubiera sido inconcebible sin el boom del bachillerato y por ende, de la literatura de morral.
Con la multiplicación de los cultivados se da también un recambio cultural en todos los ámbitos: la literatura de la onda, que se atreve con anglicismos y malas palabras; el teatro de vanguardia, que pasa de la dramaturgia del absurdo a los efímeros y el hapenning; la nueva ola cinematográfica y el auge de los cineclubes; el reconocimiento de los pintores de la ruptura; la nueva música comercial-popular, donde conviven el rock en inglés y el folclor latinoamericano; el renacimiento de la caricatura política con revistas como La Garrapata y autores como Rius, Rogelio Naranjo y Helio Flores... Y como en los años veinte y treinta, la cultura y sus oficiantes devienen espectáculo. La mafia no sólo anima la Revista de la Universidad, el suplemento La Cultura en México y los programas de Radio UNAM, también está de cuerpo presente en el cine-club México del Instituto Francés de América Latina y departe en el Kineret, el Tirol y otros cafés de la Zona Rosa, donde José Luis Cuevas sigue los pasos autopromocionales de Diego Rivera, y Carlos Monsiváis va tras la huella de Salvador Novo.

Figura 7: La promiscuidad entre los distintos medios redundaba en mayores ganancias económicas.
Y los nuevos cultos no se sonrojan por leer historietas. No sólo tratan de estar al día en lo tocante al underground norteamericano y el cómic europeo para adultos, también exaltan a los potenciales clásicos de nuestros monitos: Monsiváis canoniza a Gabriel Vargas, Cuevas proclama su admiración por Abel Quezada y Francisco Toledo reconoce sus lecturas de «Santo, el enmascarado de plata». Sintomática es la publicación por esos años de dos libros que experimentan con la narración gráfica: «Historias de animales», de Jaime Godet, y «Comix-arte», de Zalathiel Vargas, quién previamente publicara algunos de sus cartones de corte underground en el semanario Sucesos para Todos cuando lo dirigía Alexandro Jodorowsky.
Los vientos contraculturales no despeinan a los empresarios de la historieta que habían despegado industrialmente en las décadas anteriores, y son editoriales nuevas las que más abiertamente se ponen al día. Senda, de Carlos Vigil, publica «El Payo», una historieta de Guillermo Vigil y Fausto Buendía jr., donde los ambientes de «Pedro Páramo» y el estilo narrativo de Juan Rulfo se entreveran con los clichés de nuestro charrismo monero, y más adelante lanza a la que será emblema de la literatura dibujada postsesentaiochera: «Torbellino» de Orlando Ortiz y Antonio Cardoso. Por su parte Guillermo Mendizábal difunde la politizada y concientizadora Los Supermachos de Rius, pero también el esoterismo de «Duda», prolijamente ilustrada por Luis Chávez Peón, Antonio Cardoso y Rubén Lara, entre otros.

Los nuevos héroes

Juan Panadero («El Payo») y Pedro Márquez («Torbellino»), son sólo algunos de los debutantes héroes de papel que renuevan la tradición iniciada por Drake, Tawa, Águila Roja y Santo. En los sesenta y setenta una nueva hornada de adalides sin excesivos superpoderes se suma a los nacidos en las décadas anteriores.
La continuidad del otro México profundo está representada por Kalimán, el más popular de todos y digno heredero del enmascarado de plata. La de Víctor Fox y Cristóbal Velasco es una historieta de origen radiofónico sin el más mínimo color local y francamente esotérica, lo que al parecer resulta más entrañable para los mexicanos naturales que las explícitas señas de identidad que aprecian los compatriotas culturalmente cosmopolitas y urgidos de profesiones de fe mexicanistas. Kalimán es una saga sin pretensiones de ninguna clase: ni culturales, ni literarias, ni plásticas, ni didácticas, ni políticas, que por si fuera poco está realizada en mediotono e impresa con tinta sepia, mientras que los otros héroes de papel tienen un look moderno y polícromo. Lo que no le impide vender más de un millón de ejemplares a la semana, ser escuchada como radionovela hasta en las más recónditas rancherías gracias a Radio Cadena Nacional y dotar de protagonista a tres películas, una de ellas, una superproducción filmada en Egipto.
Entre los héroes rurales de nuevo cuño destaca «Alma Grande», un cómic nacido en 1961 que resulta expresión temprana del síndrome Vietnam y testimonio de lo que será políticamente correcto durante las décadas siguientes. Al principio, los yaquis alzados eran los malos de la historieta, hasta que Guillermo Vigil, guionista que releva al iniciador Pedro Zapiáin, se percata de que los alzamientos indios son guerras justas, e invirtiendo los puestos en la dicotomía barbarie-civilización, reivindica a los rebeldes y transforma en villanos a los soldados federales.

Figura 8: El personaje dibujado Oscar González Guerrero.
Aunque Juan Panadero tiene claros antecedentes en «El Charro Negro» y repite el socorrido estereotipo de caballo, pistola y mujer, «El Payo» se incorpora al espíritu de la época gracias al rulfismo de Vigil, quien lo hace oriundo de Vilmayo, el polvoriento páramo por el que deambulan Fulgor Sedano y Damiana Cisneros. Ideología progresista, manifiesta en que el hilo conductor de la historia es la lucha por la tierra contra el hacendado, y un realismo mágico bastante oportuno en tiempos macondianos, hacen de «El Payo» una muy digna puesta al día del género más socorrido y exitoso de las narraciones mexicanas de aventuras, desde «Los bandidos de Río Frío» de Manuel Payno.
Si «Alma Grande» es originario de la Sierra de Bacatete y el Vilmayo de Juan Panadero está en el Bajío, «Chanoc», como «El Mulato» y «El Cachorro», es un héroe playero. Con «Piel Canela» como antecedente, el guionista Pedro Zapiáin pone al día el género de las aventuras de mar y selva al documentar acuciosamente su historia, pero sobre todo al transformar al «Tzecub Baloyán» regañón y moralista de los primeros números, en un rico borracho, coscolino y relajiento que a la larga desplaza del protagonismo al joven tiburonero y se adueña de la serie confiriéndole un agradecible tono paródico. El tabasqueño Ángel Mora, que sabe lo que dibuja, le da a la historieta la fuerza y el trazo dinámico que hacen de «Chanoc» una de las mejores series de aventuras de nuestro cómic.
«Torbellino» no es el primer aventurero del asfalto, y poco tiene de original justificar la historia con una venganza –a Pedro Márquez le matan a la mamá y a la novia en el día de su boda–, pero Orlando Ortiz transforma la serie en el emblema monero de 1968, y en la historieta que reconcilió con los monitos de aventuras a una generación de jóvenes politizados. Universitario, novelista e historiador, Ortiz es un guionista atípico: se documenta en la violencia social y política, que era evidencia cotidiana en los últimos sesenta y los primeros setenta, no para utilizarla como simple contexto de las habituales aventuras individualistas, sino para emplearla como hilo conductor y eje dramático de la trama. Dibujo suelto, hallazgos fisonómicos y sensibilidad para lo popular, hacen de Antonio Cardoso la mancuerna perfecta de Ortiz.
«Fantomas» es un hombre de mundo, pero también un caco justiciero y un desfacedor de entuertos fuera de la ley, nada que no podamos encontrar en los aventureros internacionales de José G. Cruz. La diferencia específica del cómic inspirado por el folletín de Allain y Souvestre está en las alusiones culturales y las referencias a la coyuntura política con que lo dotan el petrolero novelista Gerardo de la Torre y otros guionistas cultivados. Julio Cortázar se encarga de consagrar como fetiche contracultural al justiciero sin boca, cuando lo hace protagonizar el panfleto antimperialista «Fantomas contra los vampiros transnacionales».

Figura 9: La vocación rockera del segmento juvenil de las clases populares.
«Aníbal 5» es un cyborg y también el nombre de un cómic fuera de serie creado por el entonces teatrero pánico Alexandro Jodorowsky y dibujado por Manuel Moro. En las historias de ciencia ficción Alexandro proyecta sus obsesiones metafísicas y su cultura esotérica, pero revela un amplio conocimiento del cómic, infrecuente entre los cultivados de aquellos años, creando un tono y un personaje notables que él mismo retomará un cuarto de siglo después desde Europa en la serie «Aníbal Cinq», que dibuja George Bess. También con trazos de Moro, Jodorowky realiza otro cómic extraño y efímero: «Los insoportables Borbolla», protagonizado por un robot Luis XV.
La galería de héroes y heroínas sesenteros engrosa gracias al suplemento dominical de El Heraldo de México, dirigido por Sealtiel Alatriste, quien argumenta y dibuja «Johnny Galaxi», «Dan Barret», «Wamba» y «Gabriela»; también participan Eduardo Ferrer, con «Tradiciones y leyendas de México» y «El Gitano», y Héctor García con «Hombres intrépidos». El suplemento de Alatriste es excepcional, pues en él los moneros locales son abrumadora mayoría. Salvo en su primera década, los dominicales siempre estuvieron copados por historietas extranjeras. Garbanzos de a libra son «Torbellino», de Constantino Rábago, y «Rancho Alegre», de Antonio Cardoso, que ocupaban algunas páginas del suplemento que El Universal publicaba a mediados de los cuarenta; Los Supersabios, de Germán Butze, fundador del suplemento de Novedades, y «Chicharrín y el Sargento Pistolas», de Armando Guerrero Edwards, que apareció durante más de cincuenta años en el dominical de Excélsior.
Si el cine había alimentado de protagonistas a la historieta del medio siglo, en las décadas siguientes muchos héroes de las viñetas provienen de la televisión. Durante los sesenta y los setenta los canales de Telesistema Mexicano sustituyen a la XEQ en la función de crear estrellas, y los ídolos de la pantalla chica se trasladan con frecuencia a la historieta. Uno de los primeros es Enrique Alonso, el Cachirulo del «Teatro fantástico», y con el tiempo le seguirán, Chabelo, Lechuga, Los Polivoces, El Chapulín Colorado, El Chavo del Ocho y hasta animadores como Luis Manuel Pelayo y Raúl Velasco. Sin duda la más exitosa y longeva de las tvhistorietas es «Aventuras de Capulina», adaptación al cómic del personaje de Gaspar Henaine, que dibuja Héctor Macedo.

Historietas de bolsillo

En los sesenta los editores responden al encarecimiento del papel publicando minihistorietas. Se trata de fascículos de alrededor de 7 por 10 cm, donde se apeñuscan dibujantes como Adolfo Mariño, Rubén Lara, Héctor García, Othón Luna, Guillermo Marín, Alfonso Tirado, Juan Alva y muchos otros. Al parecer la idea de las historietas minúsculas fue de Eduardo Lozano, miembro del equipo de argumentistas de Edar-Vid, integrado por Javier Reynag, Aurelio Morales, Pilar Obón y María Luisa López. Esta empresa publica en pequeño formato Mini-Leyendas, Mini-Policiaca, Mini-Ficción, Mini-Terror, entre otras. Por su parte Editorial Joma lanza Mini-Relatos. Hay también versiones pigmeas de series mayores, como Mini-Burrerías, Mini-Cárcel de Mujeres y Mini-Capulina, todas de Editormex. Las minis ratifican la proclividad nacional por la lectura de camión y por el cómic de bolsillo, inaugurada treinta años antes por los pepines chicos. @Subheading = El gótico mexicano ataca de nuevo
A comienzos de los sesenta el horror a la mexicana regresa de la tumba con la serie Tradiciones y Leyendas, y a fines de la década se suman al género El Caballo del Diablo, El Jinete de la Muerte, El Carruaje Divino y otros achichincles de San Pascualito Rey.
Con portadas de ilustradores tan dotados como Jesús de la Helguera e Ignacio Palencia, y argumentos de Franco Sodja, entre otros, Tradiciones y Leyendas reincide en las capas y espadas coloniales, de rancio abolengo en nuestra historieta. Pero la nueva serie es de capítulos conclusivos, que recuperan el estilo y estructura de los relatos de tradición oral: sucedidos legendarios donde la fidelidad positivista a los hechos históricos deja paso a la más truculenta invención. Historias como estas fueron la narrativa de las sociedades premodernas y aún alimentan la imaginación rural, aunque la misma compulsión narrativa se expresa en numerosas leyendas de banqueta como las que forman el anecdotario colonial recopilado por Luis González Obregón y Artemio de Valle-Arizpe, donde abrevan los monitos legendarios de los sesenta.

Figura 10: Rius: autorretrato del creador del comic didáctico.
Los personeros del chamuco remiten al mismo sustrato que Tradiciones y Leyendas, pero su contexto no es urbano, sino rural, y las historias se apartan de los temas cortesanos y coloniales para adentrarse en los años oscuros del medioevo, actualizados en el rijoso campo mexicano contemporáneo. Curándose en salud, el director de El Jinete de la Muerte advierte que las historietas son puramente fantásticas e inspiradas en la vieja leyenda eslava «El carretonero de la muerte», novelada por Selma Lagerlof. Aclaración oportuna para evitar que se le acuse de promover supersticiones, pero que soslaya un origen más próximo de la serie: el que en Chiapas y Centroamérica perviva aún la fe en San Pascualito, una calaca carretonera que por las noches carga con los difuntos. Culto sincrético proveniente de la providencial intervención de San Pascual Bailón –que no era calavera, pero en cambio levitaba– en el fin de una peste que asoló el sureste durante la Colonia. El mismo culto que en los años cincuenta suscitó fuertes choques de sus seguidores con otros católicos que se oponían a que se le dedicara un templo en Chiapas. De origen eslavo o centroamericano –es lo de menos– la historieta retroalimentó nuestro pensamiento mágico: los campesinos de Morelos dicen que por las montañas del estado cabalga Zapata, pero también galopa el Jinete de la Muerte.

Del tremendismo de nota roja al humor escatológico

En los sesenta y setenta la tradición miserabilista de nuestros monitos da una nueva vuelta de tuerca con las historietas criminales. Entre los muchos títulos: Islas Marías, Penitenciaría, Cárcel de Mujeres, etc. destaca Lecumberri, cuyas narraciones apelan a la indiscutible autoridad de nuestro más entrañable serial killer, Gregorio (Goyo) Cárdenas. Y es que el tremendismo es mejor cuando se presume fidedigno, como lo demuestra el espectacular éxito de la fotonovela Casos de Alarma, que en tirajes se da el quién vive con Kalimán.
Y del tremendismo de nota roja se transita a las parodias de humor escatológico, como Hermelinda Linda y Aniceto. La bruja y el brujo chocarreros se inscriben en la moda norteamericana de combinar humorismo y horror, cuyo mayor éxito comercial fueron «Los locos Addams», creados por el dibujante Charles Addams y popularizados gracias a la versión televisiva. Pero la aportación de nuestra hechicera timbona es una procacidad de mal gusto, que si en la cuenta corta proviene del humor guarro de Araiza en A Batacazo Limpio y Papito Frito, en la larga remite al leperuno humorismo popular de la edad media recreado por Ravelais. Si los dráculas y frankensteins relajientos son monstruos simpáticos, horrores light para el medio pelo, Hermelinda y Aniceto son tan plebe como Gargantúa y Pantagruel. En particular la curandera desfajada es una vieja fodonga y también una heroína triunfadora, paradoja que se presta a lecturas feministas que no suscitan los monstruos nice del norte. @Subheading = La invención de la juventud
Niños los ha habido siempre. En cambio los jóvenes –esa suerte de infantes crecidos cuyos juegos atrabancados ocupan espacios sociales cada vez mayores– aparecen sólo cuando un sector significativo de la población tiene acceso a la enseñanza media, y la etapa presuntamente larvaria se prolonga de los doce a los dieciocho años. El joven por excelencia es entonces el estudiante de secundaria, bachillerato o facultad que habita una suerte de limbo, entre la tierna ligereza de la infancia y las severas responsabilidades de la adultez. Así, la juventud es un fenómeno básicamente urbano –en el campo casi no hay jóvenes porque casi no hay prepas– y en México debuta en los cincuenta con las pandillas que aspiran al Marlon Brando de «El salvaje», pero por lo pronto sorben ice cream soda en el Kiko´s, la nevería chilanga por antonomasia.

Figura 11: Los clásicos de la narrativa mexicana llevados al papel en un lenguaje «poco hortodoxo».
En los sesenta los jóvenes sientan sus reales en un cine de tema adolescente, pero óptica senecta, y en las historietas son protagonistas y destinatarios de Los colegiales, que publica biografías moneras de James Dean, Elvis Presley y otros, a las que pronto se sumarán las fotonovelas de la serie Linda, interpretadas por los jóvenes galanes y galanas del cine y la televisión nacionales, y Zona Inn, donde Sixto Valencia arremete contra los jipitecas.
Para fines de los setenta la juventud descarriada se ha transformado en juventud contestataria, y los nuevos rebeldes tienen causa. No hay airados brigadistas de monitos, y lo más parecido a un narodniki urbano es Pedro Márquez («Torbellino»), pero sí llegan a las viñetas otras causas menos comprometedoras como el misticismo justiciero del juvenil trío multirracial de «Hata Yoga», de Alfredo Cardona Peña, Pablo Marcos y Gonzalo Mayo.
Después del satanizado concierto de Avándaro, el rock, refugiado en los hoyos funkies, deviene patrimonio y emblema de la banda: esa juventud que no lo es por estudiosa, sino por desempleada. Ahí se refugia también la contracultura desertada por la clase media. Fachas, sonideros y tocadas, fanzines, demos y posters, y el Tianguis del chopo, como breve zona liberada y anchuroso lugar común, son las aportaciones de una contracultura que los medios sólo mencionan peyorativamente. En la historieta comercial la onda rockera casi no se manifiesta. Yerba, con marcada influencia del undeground norteamericano y en particular de Robert Crumb, expresa las veleidades iconoclastas de la clase media ilustrada y publica algunas historietas de Checo Valdés, quien en el apodo lleva la fama. Posteriormente los monos de la banda parrapa aparecen en fanzines anarco-punks y sólo salen de la marginalidad con el cómic Simón Simonazo, cuyos autores y editores muestran su vocación rockera publicando Tree Souls en 1981.

Cámara baja

Los destapes francos y duraderos –como el del posfranquismo español– agotan pronto las reservas del morbo popular y el negocio de la pornografía se normaliza como uno más. En México, en cambio, permisividad y represión se suceden cíclicamente, y en los cortos períodos de destrampe la líbido se desborda. Fueron permisivos los veinte y parte de los treinta, pero en los primeros cuarenta la censura arreció, para disminuir en los relajientos años del alemanismo y reanudarse con todo y piras purificadoras, en los tiempos de Ruiz Cortínez y Díaz Ordaz. Los desfogues democráticos de los primeros setenta van acompañados por una apertura pornográfica por donde fluyen resmas de revistas sicalípticas; publicaciones picantes marcadas por la alborozada liberación, pero también por la aberrante autocensura: desnudo integral femenino, pero no masculino, albures en grado sumo, pero jamás malas palabras. En la historieta, los encueres van del porno pulcro y colorido de Zótico Fonseca y colaboradores, en María, al destrampe guarro de Gustavo Galán en La Mosquita y El Mamilitas. No falta tampoco el cachondeo clandestino y subterráneo, las Tijuana Bibles de los sesenta y setenta, con héroes propios como El Rocasbú... y parodias sicalípticas de cómics conocidos como Chanoc.
Pero el mayor protagonista del destape de papel es la pornografía fotomonera; un tropel de encuerados y encueradas que transita de los tremendistas Casos de Alarma, Dramas de mi Pueblo, Lacras Sociales y Los Lavaderos, a la combinación de chichi y albur de Locos por el Sexo, para terminar en los rutinarios empelotes de Las Cotorras, Las Golosas, Las Gatas del Tejado, Las Gordas o La Dona. Burdo y grotesco como fue, el destape de los setenta tiene un plausible curso ideológico que lo lleva del crudo sexismo falócrata y moralista al choteo irónico y levemente autocrítico. Si los primeros monos de encueradas son misóginos, los últimos son más bien andróginos. Del burlesque destrampado y el humor carpero llega a la pornografía de papel el reconocimiento, entre temeroso y alborozado, del dominio sexual femenino; el urticante pero insoslayable descubrimiento de la impotencia y la homosexualidad que subyacen tras el machismo mexicano.

Viñetas concientizadoras

Monitos de la revolución y revolución en los monitos, son aportaciones del tránsfuga del seminario Eduardo del Río. Pero Rius no está solo. El espíritu iconoclasta de los setenta encarna en una nueva generación de comiqueros.
Algunos, como el hispano-mexicano Sergio Aragonés editor con otros de La mano, son fanáticos de Harvey Kutzman y Bill Gaines; de modo que el monero emigra a los EE.UU., donde se convierte en dibujante de Mad y autor de la exitosa serie Groo.

Figura 12: La revista a la que se debe la irrupción del nuevo cómic europeo, en México Abstract
Heredera del humorismo madrileño de La Codorniz, es La Gallina, que editan en México el humorista español Gila y el michoacano Rius. Experiencia efímera que al vincularse con la tradición mexicana de caricatura política, desemboca primero en El Mitote Ilustrado, que aparece como sección de la revista Sucesos, y por fin en La Garrapata, la mejor publicación de humorismo gráfico de la posrevolución. Durante sus tres épocas, animaron La Garrapata dibujantes ya formados como Carlos Dzib; Emilio Abdalá Pérez, quien firmaba AB; Rogelio Naranjo y Helio Flores. Ahí se fogueó también la primera plana de los caricaturistas del último cuarto de siglo: Efrén Maldonado, Bulmaro Castellanos (Magú), Felipe Galindo (Feggo), Ramón Garduño, Arturo Kemchs, Mario Alberto Garduño (Maral), Sergio Arau, Checo Valdés, Gonzalo Rocha, Rafael Barajas (El Fisgón), Manuel Ahumada, Mongo, Llera, Bettini, entre otros muchos. En La Garrapata casi todos hacían caricatura y también historieta. Ahí se publicaron las memorables «Kornykaz de Nanylko Tatatylko», de Naranjo; «Los Archivos de Indias», de AB y «El pequeño Mundo», de Leonardo Vadillo; ahí nació también «Simón Rojas, el revolucionario de los ojos tristes», de Efrén Maldonado, y debutó «El Hombre de Negro», un personaje de tinta china transido de angustias existenciales propias del teatro del absurdo, que emparenta a su autor, Helio Flores, con la obra de Samuel Becket. Y ahí estaba Rius, cuya tesonera rebeldía frente a la censura ejercida por los medios y por el gobierno le había desbrozado el camino al nuevo cartón político.
La trayectoria monera de Rius va del chiste blanco al rollo historietado, pasando por el cartón político y la historieta contestataria. La primera sorpresa que nos da el michoacano es que un dibujante editorialista hecho y derecho se ponga a hacer historietas, y que su primer ensayo, Los Supermachos, resulte exitoso. Los monitos de un cartonista, es decir, de un dibujante político de opinión, tenían que ser politizados y opinadores, de modo que Juan Calzónzin, Chón Prieto, don Perpetuo y el resto de los pobladores de «San Garabato Cucuchán», son protagonistas de un esquetch social donde se abordan los grandes y pequeños problemas nacionales. El secuestro de sus derechos de autor por la Editorial Meridiano no interrumpe el curso monero de Rius, y en Los Agachados, Nopalzin, el profe, Trastupijes y demás, prolongan la saga de los cucuchecos.
Pero si Los Supermachos y Los Agachados son una revolución en el contenido de las historietas, «Cuba para principiantes», publicada por primera vez en 1964, poco antes de Los Supermachos, es una revolución en el lenguaje del cómic. Mucho aporta al libro historietado el argentino Oscar Conti (Oski), y en los cartones secuenciados del mexicano Abel Quesada hay verdaderos ensayos en monitos; pero Rius hace del rollo-cómic un lenguaje original que articula textos explicativos con globos monologados o dialogados, combinados con dibujos originales o tomados en préstamo, en un discurso explicativo donde coexisten personajes reales con anónimos comentaristas chocarreros. Y todo puesto al servicio de una vocación didáctica, que en los sesenta y setenta dimos en llamar concientizadora.
Los libros de Rius se multiplican en títulos y ediciones, mientras que las historietas venden hasta 300 000 ejemplares. Y por la brecha desfilan los plagios descarados: Francisco Ochoa es el heredero de Los Supermachos impuesto por el editor, Jorge Ramírez dibuja «Los hijos de Pérez», y así surgen «Los patarrajada», «Los superfríos», «Los chamuscados», «Los políticos», «Los arrancados», «Los penitentes», etc.
Pero no todo son fusiles. Rius y los vientos iconoclastas del sesenta y ocho generan un modesto auge del cómic contestatario, politizado o cuando menos heterodoxo. Ahí está «La familia Placachica», de Leonardo Vadillo; las «Perlas japonesas», de Niquito Nipongo y Vázquez Lira; «Wafles y mofles», de AB; «El pequeño dictador y el guerrillero audaz», de Raúl Moysen; «El watusi», de Sergio Magaña y Luis de la Torre; «El águila descalza», de Alfonso Arau y Fello; «Chin Chin el teporocho», de Armando Ramírez y Julián Cevallos Casco, animadores del grupo Tepito, Arte Acá; y hasta un cómic esotérico como «Fábulas pánicas» que Alexandro Jodorowsky publica en el suplemento dominical de El Heraldo de México.
Más extensa e irreseñable es la apropiación social del lenguaje monero de Rius. La sociedad civil hace suyo el método, empleándolo para la capacitación y la difusión de luchas populares; las iglesias producen cómics catequistas y de salvación; el gobierno pasa de la persecución al secuestro estilístico con fines institucionales, como explicar el IVA, y la iniciativa privada produce derivaciones degradadas de Los supermachos, como Los asegurados. @Subheading = Los monos del ogro filantrópico
En la inmediata posrevolución, el estado emprende la regeneración espiritual de los compatriotas de a pie, ejerciendo el mecenazgo sobre las artes cultas. De ahí resulta el muralismo de la escuela mexicana de pintura, el nacionalismo musical, el teatro didáctico de masas, el diseño y el cartelismo de vanguardia, y tardíamente la escuela mexicana de danza moderna. La burocracia se ocupa mucho menos de las artes menores y de la industria cultural, de modo que su huella sobre la radio, el cine, la historieta y, más tarde, la televisión, es insignificante. Apuesta equivocada, pues a la postre los monitos vencieron a los monotes en los cuadriláteros del imaginario colectivo, y en el siglo XX los medios masivos de comunicación resultaron los verdaderos forjadores de la identidad nacional.
Tarde, a mediados de los setenta, el gobierno mexicano incursiona con fuerza y sin fortuna en la industria cultural. El presidente Luis Echeverría casi estatiza el cine, fortalece la presencia gubernamental en la radio y pone burócratas al frente de canales de televisión. Pero las historietas se mantienen como asunto exclusivo de la industria. Hasta que por fin, en 1980, la administración de López Portillo diseña y ejecuta una efímera política monera.
Partiendo del diagnóstico al uso de que los cómics son un medio noble, multitudinario y potencialmente concientizador, pero envilecido por los empresarios del ramo, la Secretaría de Educación Pública se dispone a dignificarlo, poniendo el ejemplo a través de la producción de historietas de calidad que deberán ser coeditadas con la industria. Adicionalmente patrocina un congreso internacional de historietistas con asistencia de importantes autores latinoamericanos como Sergio Aragonés, Roberto Fontanarrosa, Alberto Breccia, José Muñoz y Carlos Sampayo, y europeos como Luis García, Alfonso Font, Carlos Jiménez y Antonio Hernández Palacios, y promueve un concurso nacional de cómic que ganan el dibujante Ángel Mora y el guionista Rolo Diez, con «El tigre automático».
Que la siempre almidonada Dirección de Cultura de la SEP incursione en los plebeyos monitos, causa un pequeño revuelo y logra la transitoria convergencia del agónico populismo de estado con el populismo de la sociedad civil, encarnado en el director del proyecto y novelista negro Paco Ignacio Taibo II, algunos improvisados guionistas externos al gremio, un número importante de dibujantes profesionales y tres de los editores realmente existentes. El saldo en viñetas son las series México, Historia de un Pueblo, que narra la saga de los mexicanos en catorce pequeños volúmenes realizados a todo color por algunos de los mejores dibujantes de la industria, como Sealtiel Alatriste, Angel Mora, Rafael Gallur, Antonio Cardoso y el argentino Leopoldo Durañona; Episodios Mexicanos, que cuenta la misma historia en cerca de setenta fascículos en blanco y negro, Novelas Mexicanas, que adapta al cómic alrededor de setenta clásicos de nuestra literatura, y Aventura y Relatos, con temas como la vida de Heraclio Bernal y la de Emiliano Zapata.
Nada que modifique la inercia de una industria convencida de que todo lo que huele a pupitre rebota en el mercado. Al respecto, cabe mencionar que, por los mismos años, un experimento realizado con más profesionalismo y conocimiento de causa por Editorial Senda, la serie El hilo roto, que combina circunstancias históricas auténticas con anécdotas melodramáticas, tampoco tiene éxito.
La última oleada del populismo cultural mexicano no modifica las rutinas del cómic comercial; pero algunos moneros vislumbran fugazmente un modo de hacer historietas más digno y potencialmente creativo que el prevaleciente en la industria local. Lo que despierta inquietudes gremiales, como el reconocimiento de los derechos de autor y el pago de regalías, y también intentos de renovación profesional. Otro saldo de la experiencia es la aparición de una efímera revista de cómic adulto en el estilo de la francesa Metal Hurlant y de las españolas Bang! y Totem, que se titula Snif e incluye tanto trabajos mexicanos como extranjeros. A esta seguirá años después la también breve Bronca, y más tarde El Gallito Cómics, esa sí tenaz y duradera.