La historieta peruana
2

 

Mario Lucioni
Estudioso y recopilador de la historieta peruana, Lima, Perú

 

Resumen

En este período la historieta peruana conoce la popularidad, la proliferación (siempre relativa) de soportes y obras, e incluso alguna sequía creativa. Como los grandes! Pero no durará...

Abstract

In this period, peruvian comics know public success, proliferation of formats (always relative to our size), and even some drop of creativity. Like the big ones! It will not last...

 
En la primera mitad de la década del cuarenta la historieta prácticamente desaparece en Perú a causa de las limtaciones de espacio en las publicaciones provocada por la escasez de papel durante la segunda guerra mundial, pero también porque muchos de los periodistas de estilo más moderno están en el exilio. Bajo una «dictablanda» como la de Prado, y en el contexto de la guerra, la prensa nacional aparece débil y poco interesante: prácticamente no hay semanarios populares de actualidad en esos años.

Figura 1: Una página de «Tangama del Amazonas en: El otorongo blanco»de Rubén Osorio, publicado en El Trome. Revista de Expreso, no. 5 de 2 de octubre de 1971.
Esta ruptura prepara un cambio radical en la historieta peruana. El valor que ella tiene en los decenios anteriores, especialmente de 1922 a la fértil estación de Palomilla en 1940, se debe al lugar poco central que ocupa en la prensa, a su relativa libertad frente a las reglas del mercado y del lenguaje y géneros de la historieta internacional, pero también a la posición social de sus autores, marginales y creativos, urgidos de hablar sobre el país.
Desde fines de la década del cuarenta la historieta peruana asume como forma principal de difusión la tira diaria, coincidiendo con la aparición (y en Perú es una novedad) de una prensa popular de gran tiraje. Es a partir de ese momento que sus personajes entran a la historia colectiva, al lenguaje de los peruanos urbanos.
Ese mismo proceso de masificación permite la profesionalización del dibujante, que antes era un bohemio, y que ahora entra a formar parte de la redacción del diario, integrándose mejor a la sociedad limeña y perdiendo un poco del filo crítico que caraterizó a los mejores historietistas de la generación anterior. Pierde también algo de libertad, y se tiene la impresión de que el dibujante pasa a ser, parcialmente, un instrumento de la opinión del diario.
A nivel de dibujo, los dibujantes del período se caracterizan por una limpieza del trazo casi ausente en las décadas precedentes, y ahora la soltura en el dibujo será más bien una adquisición de madurez.
A nivel narrativo, el conocimiento un poco lejano que los dibujantes anteriores tenían de la historieta internacional y que se traducía en una notable originalidad, se ve sustituida en este período por la referencia constante al modelo argentino, sea en las historietas de aventuras como en las tiras de humor.
En el primer caso, sentiremos en las tiras peruanas de aventuras, a partir de la década del cincuenta, la influencia artística y ética de los trabajos iniciales de Hugo Pratt y Oesterheld, con la diferencia de que ellos, a veces obligados por el editor, deben buscar como escenario Estados Unidos, mientras la historieta peruana sigue siendo localista.

Figura 2: La página inicial de «Buchisapillo en: El petroleo» de Maximino Cerezo Barredo, publicada en Buchisapillo. Casos y cosas de la selva no. 2, sin fecha.
En el caso de las tiras de humor, en cambio, el modelo argentino se basa en personajes monotemáticos, caracterizados por un solo vicio o virtud.
El contexto social en el que esta historieta peruana se inserta está caracterizado por la inestabilidad del cambio, en el que conviven movimientos sociales y culturales contradictorios entre sí.

 

La reactivación de la prensa

El nuevo período se inicia de un modo que no permite adivinar su desarrollo posterior, aunque en el fondo sugiere un tipo de relación entre dibujante y medio que luego se mantendrá. ¿Cuál es este modo? El de la historieta política, producto de las necesidades de lucha ideológica y propagandística entre diversos grupos de poder ante el retorno de la democracia, ausente del país desde 1931.
Se habían sucedido sin embargo varios procesos electorales, generalmente amañados o desconocidos por la poderosa cúpula militar, en 1936 y 1939. Ahora, en 1945, las cosas eran diferentes, y Bustamante fue elegido en elecciones libres por una amplia mayoría: más del 70 % de los votos. Además por primera vez en una década participaba el APRA, puesto fuera de la ley desde el año siguiente al de su fundación como partido de izquierda, y que aportó su 30 % del electorado al triunfo de Bustamante. Ese será uno de los problemas, pues lo que algunos (entre ellos el presidente) entendieron debía ser un gobierno de transición y reforzamiento de la democracia, se convirtió para el APRA en una ocasión para ejercitar ese poder que sentían largamente merecido, en el parlamento, y a pesar del presidente. Por otro lado, la notoriamente cavernaria derecha peruana, que hasta los primeros años de la guerra había simpatizado con Hitler y que había recogido como refugiados sólo a los niños del lado franquista de la guerra española, le hará la guerra tanto a Bustamante como al APRA, financiando periódicos serios y satíricos, desde el día mismo del cambio de gobierno. A ellos el APRA responderá algo aislada, con sus propios órganos de prensa. Es en este contexto que los principales historietistas del período se inician y empiezan a desarrollar el estilo, que sin cambios profundos se mantiene hasta hoy en las tiras diarias.
Del lado aprista está Carlos Roose, conocido como Crose, que empieza dibujando las tiras de «Don Credulio», cuyo protagonista, como su nombre lo indica, es un ingenuo que cree en las promesas de la derecha. Las estrategias retóricas de la tira, que se basan en la confrontación entre la promesa y la realidad (proyectada al futuro), no son muy diferentes de las que animaban a la historieta anticlerical, por ejemplo. Pero un estilo de representación casi disneyano y una estructura de tira a la argentina señalan derroteros distintos, en los que influencias internacionales entran en una relación no descontada con la relación política.

Figura 3: Una tira de «Selva misteriosa» de Javier Florez del Águila, publicada en el diario El Comercio en 1971.
Por el lado antiaprista está ALAT (Alfonso La Torre), que dibuja tiras sin personaje fijo, que se alternan entre el protagonismo del hombre anónimo de clase media (el típico mono de la época), y el de los líderes apristas, representados en un estilo distinto, deudor de la caricatura política. En las primeras se enfatizan los problemas económicos y la carestía de alimentos, en las segundas la corrupción e hipocresía de los políticos del APRA. Vida cotidiana y mundo de los políticos como dos mundos separados, entre los que la comunicación aparece como estilísticamente negada.
Tanto ALAT como Crose serán fundamentales para el nacimiento (tardío) de la tira diaria en el Perú. Y en realidad ninguno de los dos se siente muy atraído por la tira política. Por ello, cuando el experimento democrático de Bustamante se cierra con un golpe de estado en 1948, se dedicarán a la historieta de personaje fijo, desarrollando una carrera en el género y promoviendo con su éxito la apertura de más espacios cotidianos para la historieta peruana. El primero durante quince años, abandonándola sólo hacia la década del sesenta para convertirse en autor y crítico teatral; el segundo hasta el día de hoy, verdadero decano de la historieta nacional.

 

Las tiras diarias

Salvo algunos cortos experimentos de tiras realizadas sin continuidad, la tira diaria con globos se establece con la serie «Vida y milagros de Anacleto Barriga» de ALAT, el 25 de febrero de 1947 en El Comercio. Si la mayor parte de personajes en nuestra tradición se distribuye entre vivos y víctimas, Anacleto pertenece al segundo grupo, pero no en otros casos por deficiencias del personaje, sino por la agresividad del mundo lunático que lo rodea, que recuerda lo suficiente a la realidad para tener un valor metafórico.
Realizada como doble tira, será atípico también el modo en que el protagonista va aprendiendo a defenderse, modificando la premisa de la serie, por lo que no será extraño que ella acabe y sea sustituida en 1948 por la duradera «Falseti», sobre un vivo a salvo de dudas y transformaciones.
Crose, por su parte, apenas un mes tras el estreno de ALAT y su «Anacleto Barriga», inaugura «Pachochín», un hombre de paciencia, en el diario aprista La Tribuna. Otra víctima, pero de su propia estupidez y de la lentitud de sus procesos mentales, el humor de la serie depende precisamente de la peculiaridad de su punto de vista y de la imprevisibilidad de sus razonamientos.
Aunque mayormente descontextualizado, en sus primeros años será leído por el público como una caricatura del presidente Bustamante.

Figura 4: Una página de «Orateman» de Juan Acevedo publicada en Monos y Monadas no. 221 de 2 de septiembre de 1982.
El éxito de «Pachochín» hará que se hable de la exportación de la tira y de un proyecto de revista infantil que se frustra con la clausura de la editorial que albergaba al personaje. «Pachochín» ha seguido publicándose, saltuariamente, hasta el día de hoy.
Después del golpe, ambos autores confluyen en el diario La Crónica, donde ALAT, sin interrumpir su tira en El Comercio, publica la tira «Pancho Flecha», sobre un periodista deportivo (1948-1953). Tira de humor poco narrativa orientada al comentario de eventos deportivos, incluye sin embargo una larga secuencia de estilo realista, que presenta la hazaña de un nadador peruano que cruzó el Canal de la Mancha. Por su parte, Crose crea en 1953 a su eterno borrachín «Jarano» (de jarana: fiesta popular), y comienza a dar rienda suelta a su humor metalinguístico, en el que su presencia como autor de la tira y gran manipulador de la realidad dibujada (mediante la aparición de su mano, de textos de comentario y de personajillos extradiegéticos), lo pone en conflicto con el personaje.
En 1948, como se ha dicho, ALAT crea «Falseti». Esta serie se enmarca claramente en el modelo argentino, y está protagonizada por un «vivo» envidioso, infantil e inescrupuloso, verdadero manojo de deseos insatisfechos de la clase media limeña, que por eso parece estar en pie de guerra contra los demás y la realidad. Este será el tipo de humor que encontraremos de 1949 en adelante en los mensuarios de humor (esporádicos equivalentes de los semanarios argentinos como Rico Tipo) Tacu Tacu (1949-1951), Patita (1954-1955), Carreta (1954), Loquibambia o Pedrín Chispa (1955, que incluye historietas de Guillermo Mordillo). Pletóricas de tiras con personajes monotemáticos, su espaciada aparición no les permite desarrollarse. En ese estilo de revista, una excepción provinciana al origen uniformemente limeño de las mismas es la revista arequipeña Characato, que alterna los artículos y tiras de humor con algunas historietas de aventuras. Sólo se publicaron tres números.
También en El Comercio (1950) aparece una tira de estilo realista, adaptación de las «Tradiciones de don Ricardo Palma». Desconfiando de la aventura pura, gratuita, el diario elige a un autor peruano clásico, irrefutable, que aporta su lustre cultural junto a una buena dosis de humor y anécdotas a veces movidas, que pueden inscribirse en más géneros: el terror, la aventura, la picaresca, el cuento moral, etc. El dibujante inicial de la serie es Dante Gavidia, que realiza una hermosa historieta, detallada en su recreación de los ambientes de la Lima colonial, y caricaturesca en los rostros que expresan emociones entre arcaicas y actuales de modo trasparente. Cuando la serie sea realizada por ALAT, destacará por un uso más abstracto del medio, con mayor presencia del texto en las disquisiciones que caracterizan a Palma, y en el uso de un estilo realista, pero de entintado extraordinariamente suelto para la época, que representa a una Lima bulliciosa y sórdida.
Otro personaje fundamental de la historieta peruana aparece ese mismo año, en el diario popular Última Hora: «Sampietri» (1950-1991) de Julio Fairlie, otro pícaro y sinvergüenza, distinto del «Falseti» de ALAT en cuanto más carenciado y más fresco que malo. La viveza de Sampietri es un modo de sobrevivir, pero también de negar la realidad, en su miseria cotidiana, resemantizándola. Fairlie, que había debutado con un buen policial de trazo algo débil en Palomilla (1940), se caracteriza por unir un humor muy limeño a una imaginación metalingüística que consigue efectos poéticos inusitados en medio a la picaresca. Su éxito llevará al diario a realizar un concurso de historieta en 1952, sustituyendo todas sus tiras extranjeras en septiembre, no sin antes despedirlas con la intrusión de Sampietri (¡tenía que ser!) en cada una de ellas.
Entre las ganadoras del concurso la mejor será «La cadena de oro» (1953-1956) de Rubén Osorio. Aventurera y realizada en un estilo realista y cálido de líneas gruesas, presenta ambientes y personajes de la sierra peruana modelados con un sombreo de rayas que les da textura y una consistencia rugosa, sosteniendo mejor un contexto de relaciones sociales específicos. La aventura, sea policial o de exploración exótica, tiene como soporte ese mundo en el que podemos reconocer una visión crítica de la jerarquía racial entre mestizos. El protagonista, un indígena con una cadena mágica, tiene el nombre de un histórico líder de revueltas campesinas.
Otras tiras nacionales, atípicas por su filiación estética, ajena a la inflencia argentina son «El rey y Nazario» de Paquín, en Pueblo (1958-1959) y «Puchito» de Raúl Valencia en El Diario (1962). La primera presenta al palaciego y algo snob presidente Prado como si fuera un rey solitario, sólo acompañado por el flaco Nazario, hombre del pueblo con cara de intelectual y pelo parado que intenta servir de conciencia a su majestad. La ropa Virreinal del gobernante, además de simbolizar política y sicológicamente a Prado, lo hace parecer un poco loco por el contraste con la vestimenta moderna de Nazario.

Figura 5: «Viento de la tarde»: historieta de una sóla pagina de Darko Dovdjenko (Dare) publicada en Monos y Monadas no. 225 de 30 de septiembre de 1982.
Por su parte «Puchito» es quizás la única tira dibujada por Valencia en el Perú tras su larga experiencia en Chile y Argentina (donde realizó innumerables carátulas de Leoplán). Se trata de una especie de Chaplin con pinta de anarquista, barbón y vestido con mameluco. Elige la mayor abstracción de la tira muda, en un lenguaje que no intenta sugerir el movimiento, ofrecer el tiempo en términos de fluidez, como dejar intactas las huellas de su ausencia, la unicidad del instante, lo que también refuerza la sensación de que estamos siendo testigos de momentos privilegiados. Su estilo esquemático pero de pincelada fluida la emparienta con tiras como «El reyecito» («The Little King», Otto Soglow). Valencia expresa el carácter de Puchito mediante la línea y su movimiento, configurando una personalidad gestual a ratos dulce, infantil, algo tímida. Pero la inocencia de la serie también está en la inmediatez de las reacciones de Puchito a su entorno.
Los figurantes de la tira son más que nada ricachones estereotípicos con chistera, a los que Puchito pide trabajo, persigue en busca de sus puros, fastidia vendiéndoles huachitos, o bebe de sus copas asomándose por la ventana. También la fantasía tiene lugar en la tira, como cuando Puchito echa tierra y semillas en el ala del sombrero de un mexicano, le echa agua y recoge un hermoso ramillete de flores. Champaña, puros, flores, pollos al horno; Puchito busca objetos fuertemente heterogéneos, con diferentes cargas culturales y sociales.

 

Los guiños a la vanguardia

La década del cincuenta es también la época en que el Perú intelectual descubre el arte no figurativo y las vanguardias de la posguerra, incluso en su vertiente caricaturesca. Así, reaparece la tendencia que liga a los historietistas con el arte culto de su época. En realidad se trata de la característica común a todo el arte de ese decenio, que se resume en una cierta frialdad y esencialidad en la utilización de los medios artísticos, una posición metalingüística que teoriza sobre la materialidad de dichos medios, y una temática que oscila entre la melancolía y la desesperanza.
Algo de ello se introduce en la historieta peruana a través de las tiras de humor que realizan dos plásticos, Xanno (Alejandro Romualdo Valle) y Bracamonte Vera.
Bracamonte Vera, luego conocido como diseñador gráfico y director de la Escuela de Bellas Artes, muestra una cierta preferencia por los temas de la decadencia y la muerte, por la confrontación de lo poético y lo prosaico, por la relación entre elementos de diferentes escalas. En su notable tira diaria «Inventario de la tarde» (de 1950, de vida tan breve como la del diario que la albergaba: ¡dos días!) realiza una exploración de los detalles mínimos que hacen un relato, a través de personajes que se vuelven poéticos, porque para ellos todo es importante. Simples detalles de observación, en relación contrapuntística con el texto, delicado, irónico.
En la primera viñeta, un hombre sentado en el café. Según el texto, invitación a la metafísica, símbolo de la soledad. Hasta que alguien llega, lo abraza y se van de farra. En la viñeta siguiente, un ómnibus. Alguien piensa en cómo hacer que el bebé tome toda su sopa. Finalmente, un tipo paseando, que silba una pena de amor hasta que le cae una pelota.
Xanno, el pintor y poeta Alejandro Valle, también realiza historietas que pueden incluirse en este estilo. Pero su tendencia a la abstracción se expresa en la imagen. En «Piropo» (1949) sólo se ven planos de detalle de unos ojos bajando lentamente, hasta que en la última viñeta los ojos están negros. En «Sueño profundo» el personaje sueña que sueña que sueña con el árbol que está a su costado, globo dentro de globo. Xanno está más interesado en la mecánica visual de la historieta, en el misterio de la elipsis y en la lógica y la poética de la secuencia.

 

El fenómeno de Avanzada

Rubén Osorio, junto a otro ganador del concurso de tiras de Última Hora, Hernán Bartra, en ese entonces ambos comunistas, serán convocados por el sacerdote Ricardo Durand para realizar una revista quincenal de historietas en apoyo a las misiones y a su labor evangelizadora en la selva. Sostenida por la organización eclesiástica y por su distribución en colegios religiosos, Avanzada alcanzará un tiraje de 20 000 ejemplares y 190 números entre 1953 y 1968, que la convierten en la más duradera revista infantil peruana.
Si Palomilla supuso para los niños limeños el descubrimiento de la sierra, Avanzada les ofrece el paisaje inédito de la selva. «Las aventuras de Padre La Fuente», dibujadas por Osorio, presentan en términos aventureros el trabajo de un sacerdote barbado en su obra misionera entre las tribus de la Amazonía peruana. La historieta está costruida como una especie de novela corta, con mayor atención a su sentido global que a las emociones y suspenso.
En el período en que la serie es continuada por Javier Flórez del Águila, se publica un episodio que demuestra una seriedad de empeño que sólo tiene paralelo (en nuestra historieta clásica) en los trabajos de Demetrio Peralta: por una lamentable serie de equívocos, una tribu masacra a una familia de colonos blancos, de la que sólo se salva el hijo. Narrativamente ejemplar, el drama aparece, terrible, casi inopinadamente, en medio de una historia iniciada con alegría solar y finalizada en un clima de fatalismo, sin salvatajes de último minuto. Los indígenas no asumen el rol de malos, pues sólo hacen lo que, en las circunstancias, creen que deben hacer. Así, es el tema de una tolerancia difícil el que se ofrece al joven lector.
Javier Flórez del Águila, por su parte, quedará ligado al paisaje de la selva desde este espléndido episodio.
También en Avanzada aparece la recordada serie de aventuras infantiles «Coco, Vicuñín y Tacachito» de Hernán Bartra.

 

Los niños solos y el nuevo paisaje urbano

Pero la selva no es el único espacio inédito que la historieta empieza a explorar en este período. Están también las zonas periféricas de Lima, pobrísimas, levantadas en medio del arenal que rodea a la capital. Allí el dibujante de «Coco, Vicuñín y Tacachito» ambienta su «La patota de Sotelo» de Hernán Bartra, que en un estilo muy suelto narra la historia de un grupo multirracial de niños futbolistas y enamoradores. Estos nuevos barrios, frecuentemente realizados de paja trenzada (en Lima no llueve) representaban un anhelo de progreso, que también cierto cine mexicano o argentino rodearía de un aura romántica.
A ello se suma la posibilidad de ascenso social representada por el fútbol y el deporte en general. En esta serie es simpático también el modo en que están planteadas las relaciones multirraciales, con los niños que además de jugar fútbol y mandarse la parte a discreción, se dan tiempo para coquetear con las niñas.
Del mismo autor es también la serie de Avanzada «La pandilla de Fulbito». No deja de resultar interesante que una revista como Avanzada, adquirida por los niños de clase media, incluyera una historieta sobre niños de barriada al pie del cerro, más allá de que el estilo humorístico galvanizara parte del posible rechazo.
Esta serie está contada en primera persona por Fulbito, cuyo fuerte liderazgo futbolístico conduce el ritmo de las historias. Por ello no hay mención a la pobreza en el texto: ella simplemente se ve.
Otra serie similar aunque protagonizada por jóvenes será la inconclusa «Frejolada» de Manuel Estradacaldas, de la que sólo llega a publicar dos episodios, uno en su revista Tiburón, dedicado al básquet, y otro en la revista independiente de Osorio y Bartra El Trome, dedicado al fútbol. Y no se debe olvidar la también inconclusa y muy hermosa «Los machuchos», de Rolando Polar (Ropy), publicada en la revista arequipeña Characato. Esta tiene un curioso estilo a medio camino entre la caricatura y el realismo, con manchas negras impresionistas y tramas mecánicas que le dan una textura diferente. En ella el mundo de los chicos tiene sus propias reglas, y es visto con respeto y ternura.

 

La década del sesenta

La década del cincuenta fueron años de abundancia historietística en Perú. Innúmeras revistas argentinas y mexicanas en los quioscos, alrededor de 600 títulos de historietas peruanas entre tiras y páginas esporádicas y series decenales.
En ese período, la tendencia a la sustitución de tiras extranjeras por nacionales se mantiene, pero una vez impuesto el modelo de personajes monotemáticos, hay pocas novedades dignas de ser recordadas. Una es la historieta de 1962 «El mundo es ancho y ajeno», basada en una adaptación del libro del mismo título realizada por el propio novelista Ciro Alegría, quien incluso proveyó al dibujante Gonzalo Mayo de storyboards, sobre los que este se basó para realizarla en un estilo muy detallado, a medio camino (con algunos plagios) de Arturo del Castillo y Harold Foster. La historieta quedó inconclusa cuando el dibujante viajó, primero a México y luego a Estados Unidos, donde su trabajo más conocido fue la ilustración de algunos episodios de «Vampirella».
También en los primeros años de la década del sesenta aparecen las historietas romántico-policiales de Ricardo Fujita, en un estilo semi-expresionista, cargado de sombras.
En 1965 se intentan los primeros comic-books peruanos en colores, con adaptaciones de leyendas prehispánicas nacionales. Apoyados por una fuerte campaña, afirmaron tener un tiraje de 60 000 ejemplares. Sin embargo, aparentemente sólo se publicaron cinco números.
En 1968 se produce esa anomalía en la historia del país que es un golpe de estado de izquierda, a cargo del general Juan Velasco Alvarado. Sólo con ese gobierno atravesado de contradicciones se termina de liquidar el latifundismo y se aceleran los procesos sociales de mestización de la capital que llevarán, treinta años después, a una legitimación de lo cholo en el país. Además, el relativo aislamiento que promueve el régimen termina acentuando el localismo en el gusto y en el consumo de industria cultural de los sectores populares.
Así, el día de hoy, y a diferencia de la mayor parte de países de América Latina, en los diarios peruanos se publica una sola tira estadounidense, «Dilbert» de Scott Adams.
Por otro lado, las mejores historietas de esa década, en que se da una renovación del género en el país, matienen una relación creativa con el proceso de modernización del gobierno militar. Ellas son «Teodosio», «Selva misteriosa» y las páginas sin título fijo de los mejores dibujantes de Monos y Monadas en su nueva etapa.
«Selva misteriosa», de Javier Florez del Águila, ya mencionado en relación con Avanzada, ganó un concurso de historietas promovido en 1972 por el diario El Comercio con una magnífica historia de suspenso y muerte ambientada en la selva peruana y narrada de forma casi experimental, dos veces: en la primera, el uso del claroscuro, de las viñetas alargadas y del plano de detalle enfatizan el nexo con la historieta de terror; en la segunda la compasión era más fuerte que el miedo, y una nota patética inusual en nuestra historieta no dejaba prever ninguna continuación.
Más adelante, la serie descubriría una vocación documental del lenguaje y costumbres de la selva, y (tras la lección de un Pratt) sus posibilidades de integración a la aventura más clásica, en la que hay, sin embargo, como un suplemento inubicable, una dimensión vagamente onírica que es sobre todo un logro de su lenguaje historietístico elíptico y hecho de fuertes contrastes de escala, típicos de la selva. En su período final apunta a una denuncia de las condiciones sociales del mediador de los contrabandistas, que no excluye la ambigüedad de la comprensión a los malos.
«Teodosio» de Luis Baldoceda (1974-1980) era la página dominical de estilo casi clásico que no tuvimos en las décadas del treinta o cuarenta. Realizada en tonos vivos, con todos los matices del color directo, pinta un fresco de la vida campesina en el que lo cotidiano (la cosecha, la fiesta, la cerveza, el humor y el amor) no se oponen a la aventura, que en más de una ocasión bebe de lo fantástico, basándose en las creencias del interior del país (como el terrorífico Pishtaco, que ataca a los indios para chuparles la grasa), y en otras encarna los temas sensibles del momento, como la reforma agraria, llevándolos al mundo de la ficción del pueblito de Teodosio.
El mismo Baldoceda, en algún momento durante el período del terrorismo senderista, realiza otra gran historieta en colores, demostrando que es capaz de historietizar cualquier tema: «Confidencias de un senderista», publicada anónimamente y sin firmar (pero con ese estilo suyo reconocible a un kilómetro de distancia). Es el documentado y escalofriantemente verosímil testimonio de la incorporación involuntaria de un poblador a las huestes senderistas, obligado a escoger entre matar a otros inocentes o morir él mismo. Ignoro si existe una segunda parte: el álbum probablemente fue editado por el Ministerio de Marina, en el que el dibujante trabajó por muchos años. No se vio jamás en librerías y debió de ser distribuido gratuitamente entre la población de las zonas afectadas.
Por su parte, Monos y Monadas renueva el humor gráfico peruano, actualizando la relación entre este y el diseño gráfico, así como con la plástica, llevándolo a un planteamiento en el que conviven un lenguaje más intelectual, frecuentemente metalingüístico, y un humor más tradicional basado en la burla fisionómica y en los golpes bajos. La publicación fue resucitada por el nieto del editor original, en unión con un grupo de amigos suyos, escritores o plásticos, políticamente comprometidos, pero apartíticos, todos pertenecientes a la Universidad Católica.
En ella destacaron como historietistas especialmente Dare, creador de secuencias surrealistas; Carlín (magnífico en el humorístico policial negro «Lima 2001»), y especialmente Juan Acevedo, que aquí desarrolla «Pobre diablo», serie sólo recientemente recopilada. Su protagonista no es nadie (efectivamente un pobre diablo, que puede ser cualquiera), a veces sólo una mirada a las miserias cotidianas, iluminadas por una esperanza en la fantasía. Poética y metalingüística, su estilo se prolonga (aunque más en prosa, digamos) en series como «Oratemán», «Guachimán» (deformación de watchman, es el nombre que recibe el personal de vigilancia en el Perú), que miman la aventura con una carga existencialista y desesperada. En una de las secuencias más hermosas de «Oratemán», este acaba de ser testigo del asesinato de su chica; moribunda, ha querido hacerle el amor, la policía lo ha visto desnudo y ensangrentado; él ha huido, luego ha tomado un micro (como se llama al servicio de ómnibus en Lima) y, en subjetiva, ha empezado a hacer un inventario de las sensaciones que lo asaltan al mirar por la ventana: las luces de neón, los colores, las caras de la gente, los chistes populares que se contaban en el colegio... Tras ese desvío emocional y sensible, la serie no se siente capaz de proseguir y queda inconclusa.
El mismo Juan, llegada la década del ochenta, ofrecerá con su personaje del «Cuy», una identidad a los hombres clasemedieros de la izquierda peruana, pero también un ícono a los movimientos populares.
En efecto, trasformado en tira diaria para El Diario Marka, acompañará las alegrías y decepciones de la izquierda en esos años, así como sus dudas frente al feminismo o al radicalismo punk o terrorista de la siguiente generación. ¿Qué fue primero, la crisis del Cuy o la de la izquierda?
También el Cuy le servirá después para iniciar su exploración de la historia nacional, con el objetivo declarado de entender la independencia del Perú desde la izquierda y por lo tanto como un proceso inacabado; pero también de acceder al sentimiento de lo nacional a través de la imagen. Costruido narrativamente con la seguridad de un album de «Tintin» y en la recurrencia a arquetipos de la historieta infantil de probada capacidad comunicadora (como «La pequeña Lulú» de Stanley), el segundo objetivo se encuentra sin embargo mediatizado por las limitaciones estilísticas de un dibujo un poco duro que aún no sabe integrar personajes animalescos y fondos naturalistas. Su siguiente intento, en cambio, será ese «Túpac Amaru» que constituirá una inconclusa obra maestra, en dos álbumes varias veces reimpresos. Aquí el estilo ha encontrado su madurez, y un montaje más lento, que de Breccia ha aprendido el valor analítico de las repeticiones de imagen, le permite integrar con naturalidad grabados de época, pinturas y el valor del paisaje a una historia interior de la revuelta indígena más compleja e importante del país.
En 1989 presentará otro trabajo importante, su serie (publicada con el apoyo de un ONG) «Luchín González». El primer episodio es el mejor, y enfrenta el tema del terrorismo a través del testimonio de una familia perteneciente a un pueblo cuya población sobreviviente, amedrentada, ha tenido que migrar toda a la capital. En la carne de estas personas reales, y con un uso del lenguaje historietístico muy medido, Acevedo devuelve su dimensión humana y escalofriante a lo que en la época se había vuelto apenas una sangrienta estadística en la televisión: estadística de campesinos muertos, y por lo tanto lejanos.

 

Historieta contemporánea

Otro de los historietistas peruanos más importantes del momento es Alfredo Marcos. Hermano del también dibujante Pablo Marcos (que hoy trabaja para Estados Unidos y que, contra la creencia general, no es filipino), en los primeros años de la década del ochenta creó su popular tira diaria para el cotidiano La República, «El país de las maravillas», una especie de cruce entre las series familiares y la caricatura política. La protagoniza una familia literalmente desnuda, calata como se dice en el Perú, símbolo transparente de la desposesión más absoluta, siempre a merced de las falsas esperanzas y las duras realidades. Resultado del encuentro entre una visión simbólica de la vida cotidiana y los efectos reales de la política, sus protagonistas ni siquiera tienen nombre.
Más rica en su relación entre ambos elementos será «Los achoraos», sobre una familia negra, cuya cotidianidad tiene más facetas que la sola dimensión político-económica, aunque frecuentemente esta sirva de metáfora a la vida cotidiana y viceversa. Especialmente en esta serie, Alfredo ha desarrollado un lenguaje verbal barroco, que basándose en el habla de la calle lleva al paroxismo el juego de los dobles y triples sentidos.
En la década del noventa se desarrolla una nueva generación de historietistas, diferente por las escuelas a las que hace referencia, en especial porque toma contacto con la historieta europea, que se suma a las influencias argentinas y estadounidenses.
Esta nueva generación, reunido en el grupo Nazca, logra interesar con sus propuestas a Guillermo Thorndike, el periodista que había apadrinado (y él diría parido a medias) las historietas de Alfredo. En su nueva aventura editorial, el interesante diario Página Libre da un amplio espacio al género, que se despliega en tiras diarias, y un suplemento dominical en colores de ocho páginas, que lamentablemente alcanzó sólo 15 ediciones.
Destacaron en el primer formato el humor sarcástico de Rubén Sáez en «Vida mundana», poblado de niños perversos o inocentes de grandes ojos, y de adultos melancólicos y resignados de clase media, aún con capacidad para sorprenderse de las agresiones de una Lima anónima; y Raúl Kimura, que en su «Niños de la calle» dio el retrato sensible y coral, a veces muy duro, de un submundo de abandono integrado a la ciudad de todos los días.
En las dominicales destacaría como una novedad audaz el trabajo experimental de Jaime Higa, alimentado de poesía y plástica (en efecto su autor es más conocido como uno de los mejores pintores de las nuevas generaciones), y absolutamente historietístico en su exploración de los ritmos de la página pero también en su descubrimiento del humor en el arte culto. El experimento duró poco, y la carrera historietística de esa joven y talentosa generación ha quedado mayormente truncada.
Sin embargo, en algún nivel debió ser percibido como un éxito, y es así que poco después se asiste a una proliferación de suplementos en los diarios. El diario Ojo publicará dos a la semana, orientados al humor, la aventura o el romance, de estilo estadounidense o mexicano. El Popular presentará un breve suplemento de historieta erótica humorística, y Onda publicará el más longevo de los suplementos, el ¡Chesu...!, reaparecido hace poco. Basado en el reciclaje de viejos chistes racistas, con maridos cornudos y jefes lascivos con secretaria en la rodilla, alcanzará un cierto éxito que lo llevará a indipendizarse del diario (en crisis) al que sostenía.
Algunas personalidades interesantes de revelan ahí, sin embargo. Uno será Álvaro Contreras que, influenciado por Crumb y el underground estadounidense, dibuja en «Vida de alcantarilla» historias de ratas pobres y tristonas que son el contrapunto ideal del limeño; el otro es Wilmer Fashé, que aún reproduciendo chistes anodinos crea como un segundo discurso en sordina en la inadecuación de los rostros y actitudes de sus personajes. De cualquier modo, lo mejor de su obra son algunos trabajos de naturaleza experimental que no han sido publicados.
También de ¡Chesu...! y del Club Nazca sale Roger Galván, editor en los últimos años de la revista Warmi (en quechua, mujer), dedicada a la historieta erótica de estilo niponizante, pero clara ambientación peruana. Ella supone casi una posición de ruptura frente a los aficionados que han editado hasta el año 2001 centenares de páginas de manga peruano en Tenkaichi y Mangakán, presentando a personajes que tienen nombres japoneses, pero que se movilizan en las peruanísimas combis (camionetas que van de transporte público), pues sus autores lo ignoran todo sobre el Japón. Más allá de su escasa personalidad y confusa narrativa, esas revistas supusieron un esfuerzo considerable hasta su clausura debido a la fuerte crisis económica, y fueron el primer tentativo de publicación que alcanzó regularidad de publicación en veinte años.
En la década del noventa, se asiste a un fenómeno de desprofesionalización del género y al aumento de una afición especializada que le sirve de contrapeso. Parte de este fenómeno son los concursos de historieta juvenil en los que se revelan algunos grandes y precoces talentos, así como la presencia de historietas realizadas por profesionales que no llegan a publicarse, y los fanzines, por los que al menos una parte de esta creatividad llega al papel.
Uno de los primeros fanzines, siempre en el fatídico 1988 que ve el nacimiento del Club Nazca, es Etiqueta Negra, casi una revista, animada desde Arequipa por Sergio Carrasco. En él, además de artículos de buen nivel, al estilo de las revistas europeas, encontramos algunas reimpresiones de Breccia, Federico del Barrio, y un amplio espacio dedicado a la historieta experimental, en la línea de la revista española Madriz, tendencia que se radicaliza en Manos Negras, del mismo director. En Etiqueta Negra debuta Jaime Higa. Sólo se publicaron dos números.
Le seguirán Búmm!, antología dirigida por Julio Polar, un notable historietista cuyos mejores trabajos lamentablemente están prácticamente inéditos: «Rata-plan», «La soledad no es una conjuntivitis», «Karne Kruda» y otras.
En los últimos años han destacado Tiene Dientes, Resina, Crash, Boom, Zap!, algo superficial pero de apariencia casi profesional; El Cuerpo, ambiciosa e interesante revista cultural no sólo de historietas, ligada a la Universidad de San Marcos; y tanto A-Cultura como Contracultura, con las colaboraciones de Jesús Cossio, uno de los talentos más interesantes de los últimos años, que tan pronto realiza ficción como comentario vitriólico.
Como un animal más raro se yergue la única revista de historietas realizada fuera de Lima, la excelente Ch’illico de César Aguilar, de publicación esporádica.
Esta tendencia se ha visto subrayada por lo que fue el acontecimiento historietístico nacional más importante durante varios años, el Concurso Juvenil de Historieta de la Asociación de Comunicación Popular Calandria. El concurso tenía el objetivo de promover el uso de la historieta como medio de expresión personal, y descubrió a dibujantes valídisimos (que en otro contexto ya serían profesionales) como Sebastián Burga o Paulo Rivas.
En estos últimos años la metáfora creada por el neozelandés Horrocks para su historieta «Hicksville», que imagina una biblioteca de obras maestras de la historieta, inéditas pues sus autores no lograron encontrar un medio que les permitiera publicarlas, nos permite entender el drama de la historieta peruana en el momento actual. En un momento en que la circulación de nuevos estilos y planteamientos de la historieta mundial se ve facilitada gracias a internet, la inquietud de los jóvenes y no tan jóvenes historietistas peruanos amenaza quedar inédita.